El paro, motivo de vergüenza nacional
Les voy a decir una cosa.
“Tragedia” es lo de Orzán. Lo del paro habrá que llamarlo de otra forma. “Tragedia” es un suceso imprevisto -un joven que se mete en el mar de madrugada- al que se reacciona lo mejor que se puede, sobre la marcha -tres policías que se meten al agua a intentar salvarlo- y que concluye en circunstancias luctuosas porque nada más se pudo hacer por evitarlo. Lo de Orzán hoy es una tragedia. Lo del paro es otra cosa. Es un fracaso. Colectivo, de la sociedad. Es una negligencia de país. Un motivo de bochorno, de vergüenza nacional.
ondacero.es
Madrid | 27.01.2012 20:47
Algún día tendremos que preguntarnos cómo es posible que llegáramos a este grado de incapacidad colectiva, de ineptitud para darle la vuelta a un fenómeno tan doloroso y tan destructivo como éste, al gran agujero de la sociedad española, y de su economía, que es el paro. Cientos de miles de personas siguen saliendo de casa cada mañana con la esperanza de que hoy, por fin, sea el día; de que hoy les llamen de alguna de las empresas en las que dejaron su currículum, de encontrar una oferta de empleo en un comercio, en un taller, en una gran superficie. Pero regresan, casi todos, al final del día decepcionados porque comprueban que cada vez está todo peor.
El escalón más bajo, el suelo del último sótano, el fondo más hondo que se puede tocar se alcanza cuando la sociedad cae en el desaliento. La recesión se torna depresión cuando viene envuelta en desesperanza. Cuando la indignación deja paso a la resignación. Sobre el paro en España hace tiempo que las palabras se quedaron cortas. Hace ya mucho tiempo que todo lo que se diga sobre este asunto suena hueco, campana sobre campana, la tortura de la gota malaya que nos viene minando, como sociedad, desde un año antes de que quebrara Lehman Brothers, icono, pistoletazo de salida de la brutal crisis financiera internacional. El paro empezó a subir en España de manera sostenida en octubre de 2007, cuando empezó a asomar la crisis de nuestro sector inmobiliario. Llegó a la vez que la avería de las hipotecas subprime en los Estados Unidos. A comienzos de 2008 ya se hablaba de crisis económica, salvo el gobierno de entonces, que lo llamó desaceleración, quitándole importancia. En septiembre se hundió Lehman Brothers y empezaron los meses más crudos. El tsunami financiero internacional que reventó todas las previsiones para 2008 y nos hundió en la recesión en 2009. España tocó fondo y se quedó estancada todo el 2010. 2011 empezó mejor, con la expectativa de que empezara ya una recuperación seria hacia el verano, pero lo que acabó pasando fue lo contrario, que en verano todo se dio la vuelta y empezó otra vez la cuesta abajo hacia la nueva recesiòn en la que ahora estamos. En octubre de 2007 había dos millones cien mil personas desempleadas. Cuatro años después son cinco millones doscientos setenta y cinco mil. Tres millones de parados más en cuatro años. Del doce por ciento de la población activa al veintitrés por ciento.
La primera vez que un gobierno dijo que lo peor de la crisis ya había pasado fue en otoño de 2009. La primera vez que un ministro de Trabajo garantizó que no alcanzaríamos los cuatro millones de parados fue en febrero de aquel mismo año. Hace tres. Luego todos sabemos lo que dijo el mismo ministro: que era imposible que llegáramos a los cinco millones. Hoy, con los cinco millones ya superados (con creces), el actual gobierno, aprendida la lección del anterior, se abstiene de afirmar hasta dónde puede seguir subiendo, pero no oculta que el horizonte de los seis millones, con un año de recesión por delante, no tiene nada de descabellado.
Hoy, con la EPA recién publicada, hubo quien dijo que la lucha contra el paro no es sólo una prioridad, sino una emergencia nacional. Es verdad. Pero lleva siendo una emergencia desde hace, al menos, tres años. Y no parece que hayamos encontrado aún la fórmula de revertir el proceso. Hubo políticas de gasto público para crear empleo y el paro siguió creciendo. Hubo política de recorte de gasto y creció aún más. Se nos dijo que no hacía falta una reforma laboral porque el sistema ya era lo bastante flexible y el despido lo bastante barato y el paro siguió subiendo. Se cambió el discurso para afirmar lo indispensable que era una reforma, de hecho se hizo, se abarató el despido procedente para las empresas en apuros y el paro no paró de subir. No hay misterio alguno, por todo ello, en el desaliento que se ha hecho carne en la sociedad española. No sólo porque cada vez son más las personas sin trabajo, porque cada vez es más perceptible lo imposible que se ha puesto encontrarlo, porque cada vez son más los que han agotado ya su prestación, porque cada vez se quedan atrapados durante más tiempo los parados en esa situación (la angustia que te va minando por dentro y que acaba traducida en tensiones familiares y problemas de convivencia), no sólo es la brutalidad del dato desmadrado que hoy hemos conocido, es la sensación creciente de que nadie sabe qué tecla hay que tocar.
Que nuestro mercado laboral está averiado lo evidencian los datos. Es verdad que la causa de que se haya disparado el desempleo es la caída de la actividad económica: si las empresas se desploman porque se quedan sin clientes o sin pedidos, si ni siquiera logran cobrar los servicios ya prestados, si no tienen más crédito para seguir aguantando, se recorta plantilla o se cierra directamente la empresa. Contra eso, hay poco que decir. Pero también es un dato objetivo que hay países en peor situación económica que la nuestra -mucho peor, ahí está Grecia- que tienen menos paro que nosotros. Por eso estos cuatro años son un fracaso, del fracaso de un país, que empieza por sus gobernantes, los legisladores y los llamados agentes sociales. Ninguno de ellos tiene en su mano evitar una crisis económica mundial; a ninguno de ellos cabe pedirle que inventen, de la noche a la mañana, nuevos sectores productivos que ocupen el lugar de aquellos otros que se han hundido; lo que sí cabe reclamarles es que realicen un diagnóstico completo del porqué, en condiciones económicas similares, en España se destruye mucho más empleo que en los demás países; del porqué llevamos teniendo el doble de tasa de paro que la Unión Europea desde siempre (no sólo ahora, también cuando las vacas eran gordas); del porqué los demás se adaptan mucho mejor que nosotros cuando las vacas adelgazan. Partidos políticos, patronal, sindicatos, todos dicen tener claro el diagnóstico. El problema es que el diagnóstico de unos no coincide con el de los otros. Y el tratamiento que se deriva de la diagnosis, tampoco.
Y el debate nacional -que debería haber sido el monotema de los últimos cuatro años- sobre cómo revertir el paro acaba reducido al debate sobre cuántos años de indemnización debe cobrar aquel que, teniendo un contrato indefinido, sea despedido. Con buen criterio dijo Fernández Toxo esta semana, al anunciar el acuerdo salarial, que la sociedad no hubiera entendido que, con cinco millones y pico de parados, patronal y sindicatos siguieran sin alcanzar acuerdos concretos. Necesitamos creer que todo puede cambiar a mejor. Y el gobierno Rajoy, que ha llegado al poder cabalgando esa ola de cambio -la esperanza de que un gobierno sepa lo que hay que hacer y lo haga- tiene la obligación de no frustrar esa esperanza. La sociedad deprimida merece, para empezar, aliento.