No sabemos si entre los factores que han llevado a su corazón a detenerse pesó más su estado anímico, sus hábitos de vida, su historial médico (que tampoco conocemos) o la tensión de haber tenido que declarar como investigada en el Tribunal Supremo.
No sabemos cómo habría sido el día de ayer, en la vida de Rita Barberá, de haber renunciado a su escaño en el Senado el día que se lo pidieron las Cortes Valencianas, o el día que se lo intentó imponer el partido al que dedicó sus mejores años (los mejores y los peores), el PP, al que ella consideraba su segunda familia y que, llegada la imputación en el Supremo, le reclamó la baja de militancia cuando ella se negó a renunciar al aforamiento.
Sí sabemos que Rita Barberá nunca esperó que su exitosa carrera política —apoyada, votada y apreciada por cientos de miles de personas en la comunidad valenciana— se truncara tan abruptamente en mayo de 2015. Que a la pérdida del gobierno municipal se añadieran investigaciones judiciales que la afectaban directamente. Que un juez detectara un posible blanqueo de dinero en la financiación de su campaña y, sobre todo, que acabara enfrentada con el partido que la tuvo como referencia durante décadas.
Sí sabemos, porque ella lo contó sin disimulos, que se sentía perseguida por sus adversarios políticos de otros partidos e injustamente tratada por los medios de comunicación, pero que todo eso lo tenía asumido (descontado) desde mucho antes de las elecciones de 2015. Lo que no previó, lo que le defraudó, lo que le dolió, fue el repudio de unos pocos compañeros de la dirección de su partido. El repudio de unos pocos y el silencio de todos los demás.
Ahora que sí sabemos cómo terminó su vida, el aluvión de declaraciones —y los significativos silencios— del día de ayer constituyen el empeño estéril en responder a una pregunta mal formulada: ¿quién mató a Rita Barberá?
Pues bien. La mató un infarto. Como a tantas otras personas que no han pasado por su gravosa situación política, judicial y personal. Y como tantas otras, que habiendo pasado por circunstancias parecidas, han podido, felizmente, seguir adelante con sus vidas.
No sabemos, pero nos sentimos obligados a tener que saber. Empujados a establecer siempre relaciones de causa efecto. Si alguien muere por un infarto habrá de ser, nos decimos, por aquello que de esa persona conocemos.
Y lo que conocíamos de Rita Barberá era su caída en desgracia.
Lo que conocíamos de Barberá era lo que todo el mundo pudo ver en la inauguración de la Legislatura la semana pasada: el vacío. Nadie que quisiera ser visto en conversación con ella, nadie que quisiera verse retratado a su lado. Como si lo suyo se contagiara. Su agonía política.
En el afán de algunos dirigentes del PP por encontrar en la muerte de Barberá la prueba de que se cometió una injusticia pesa más, me temo, la mala conciencia que el desquite. Cuando señalan a las cámaras, a la prensa (sin mencionar nombres), a adversarios políticos (sin identificarlos tampoco) para reprocharles que machacaran a Barberá se están recriminando a sí mismos —delante del espejo— no haber hecho causa común con ella cuando agarró la bandera de la presunción de inocencia y se negó a entregar un escaño que le garantizaba ser juzgada sólo por el Supremo.
Quienes ayer más hablaron son los que entonces más callaron. Y hoy —no resulta difícil entenderlo— hoy les pesa. Callaron porque entonces pensaban que el interés del partido estaba por encima de la incomodidad de su senadora, y que era la lealtad de ella a la marca la que debía haberla animado a renunciar al fuero y someterse a la justicia ordinaria. Quienes entonces más hablaron para instar a Barberá a que se rindiera son aquellos a los que ayer —tampoco es difícil entenderlo— no se ha escuchado.
El debate sobre los excesos cometidos en la brega política o en la opinión publicada nos va a durar, no se engañen, sólo lo que queda del día. Pero el debate en el que ayer se sumió el PP (con Aznar azuzando) no es si los demás fuimos justos o injustos con Barberá, sino si lo fue el partido al que ella tenía por su segunda familia. La primera ya ha dicho que en el funeral de esta tarde no quiere políticos. Cuando el mensaje es tan nítido, no se hace necesario decir más.
Cuando la muerte aparece por sorpresa para recordarnos que ninguno sabemos que va a ser de nosotros hoy mismo, las personas nos retratamos en la esencia de lo que somos: no como políticos, o periodistas, o tuiteros, o conductores de autobús o encargados de una farmacia, sino como seres humanos.
Es el semblante moral lo que aflora. Y en algunos seres, como está a la vista en las redes sociales, o en el barra del bar o en los pasillos del congreso, en el desprecio a la vida de aquel que no le agrada lo que constituye su esencia última.
Cuando te arrogas el derecho a imponer sentencias, dictar condenas y absoluciones, a decidir quién es puro y quién impuro, acabas viéndote a ti mismo como el guardián que nunca se relaja. Y si se muere una senadora del partido al que detestas, si la detestas a ella misma, reniegas de guardar minuto de silencio alguno no vaya a convertirte el gesto en cómplice de la difunta, o aún peor, en signo de debilidad del guerrillero que flojea.
En el modo de actuar de unos cuantos diputados de la nueva política se advirtieron ayer tres puntos de obligado cumplimiento:
• El primero, tratar al adversario como enemigo.
• El segundo, deshumanizar al enemigo.
• El tercero, disfrazar tu desprecio de profilaxis ética. El justiciero que no empatiza con el duelo ajeno. El activismo político por encima de la simple humanidad.
Disfrazarse. Ya lo explicó Iglesias el martes cuando le preguntaron por su portada en Vanity Fair con el esmoquin y la copa de cava: a él le encantan los disfraces. ¿De qué toca disfrazarse hoy? Hoy toca disfrazarse, Pablo, de hombre puro tan comprometido con la ética que no guarda silencio cuando muere aquel para quien él ya emitió condena.
Los disfraces, cuanto más frecuentes, más acaban revelando en toda su desnudez a quien los usa.