A la incredulidad por lo de ayer en Barcelona le sigue la muy humana necesidad de racionalizar. De encontrar razones, motivos, causas.
Este martes es un día suspendido en el tiempo -el tiempo detenido— en un centro escolar de Barcelona. No hay clase en el Joan Fuster. Acudirán los profesores, acudirán los alumnos y acudirán psicólogos y educadores a escuchar tanto a los pequeños como a los mayores. A ayudar a asimilar el impacto emocional y a llorar la desaparición del profesor asesinado. Abel Martínez Oliva, profesor de sociales, dos semanas en el centro. Abel, cuya familia es de Lleida, 35 años, que estudió filología e hizo prácticas como periodista. La víctima mortal cuya historia hoy queda arrinconada en las crónicas, arrollada por la historia de quien lo mató, el estudiante de trece años, el niño enigma al que hay que estudiar y analizar en busca de una explicación convincente —-como si siempre tuviera que existir una explicación convincente para las cosas que nos pasan—-, el homicida que no encaja en nuestro patrón, nuestros estándares. “Es un suceso que evoca las matanzas en escuelas estadounidenses”, se lee hoy en la prensa, como si la colonización cultural hubiera rasgado el veo inmaculado de nuestra infancia.
A menudo nos ocurre esto tan humano: habiendo ocurrido algo estremecedor, revisamos lo sucedido en busca de aquello que pudimos haber hecho para que no pasara. Aun sabiendo que es una anomalía que un chaval de trece años mate con un machete a un profesor, aun diciendo nosotros mismos que nada parecido —-que recordemos— nos había pasado, nos esforzamos en analizar como si no lo fuera, como si el crimen que nunca antes sucedió hubiera de ser, por fuerza, la prueba de que algo está fallando: un hecho tan anormal —matar maestros— cometido por alguien tan normal. El alumno en cuyo expediente no figuraba nada raro, de quien sus compañeros no detectaron predisposición a la violencia, en quien ningún psicólogo advirtió que pudiera presentarse una mañana en la escuela, con un machete y una ballesta, dispuesto a llevarse por delante a quien pudiera.
Tratarlo como anomalía —como un suceso— nos resulta intranquilizador. Y tendemos a buscarle un marco, un fenómeno, una avería social, un error del sistema, que lo explique. Hoy se lee en los editoriales de la prensa: “Lo sucedido tiene que hacer reflexionar a toda la sociedad”. ¿Sobre qué, exactamente, si apenas sabemos nada del niño homicida? Nos obligamos a creer que un suceso, por inédito que sea, tiene que formar parte de una tendencia social: a la mayor agresividad de los estudiantes en los centros, decimos, a la desatención de los padres en casa, a la afición por los videojuegos violentos. Sale el ministro del Interior, responsable de la seguridad en las calles, a invitarnos -o a ordenarnos— que reflexionemos sobre los valores que le estamos inculcando a nuestros jóvenes. ¿De qué valores habla? ¿Estamos inculcando acaso el valor de construirse una ballesta e ir al colegio a matar personas? ¿Quiénes y dónde?
Algo hay que decir, claro, para hacer del suceso el detonante de un debate. Tiene que haber fallado algo —nos decimos—, porque si nada falla estas cosas no pasan. Pudo fallar la receptividad de los profesores a esos signos que indican que un alumno tiene un serio problema de adaptación —serio, porque el adolescente, por definición, tiende a desafiar la adaptación y la norma—-, tuvo que fallar el colegio, o los psicólogos, o el sistema educativo en su conjunto. Necesitamos pensar que hay una tecla que tocar —-más psicólogos en los institutos, menos violencia en las películas, más vida real y menos facebook—, una tecla que sirva para garantizar que nunca más suceda. Necesitamos creer que siempre hay una ley que cambiar, una norma que, al modificarla, cauteriza la herida y permite que padres, alumnos, profesores, vuelvan a clase confiados. Quizá la ley del menor, o la ley educativa, o alguna ley porque alguna tendrá que haber fallado.
Tiene que haber algo sobre lo que debatir porque reducirlo todo al individuo íntimamente indescifrable que en ocasiones nos sorprende por su crueldad, su insensibilidad, su violencia —sí, también con trece años—- dejarlo todo ahí nos genera más desasosiego.
El crimen de Barcelona eleva a un nivel insólito la violencia escolar, dice hoy la primera de El País. Nivel máximo de violencia, desde luego, bien lo sabe —-y lo sufre— para la familia de Abel, el profesor asesinado, pero nivel máximo reducido, que se sepa, a este episodio concreto. De una mañana concreta de un centro escolar concreto y con un único individuo —niño individuo— como concreto homicida. Que un adolescente haya matado ayer a un profesor no significa que nuestro sistema educativo esté infiltrado de estudiantes homicidas, no significa que los padres de chavales de trece años en España estéis criando seres inadaptados y violentos —no lo estáis haciendo—, no significa que sucesos tan estremecedores como éste se estén produciendo, por una avería social aguda, todos los días.
El estremedor crimen de ayer no es consecuencia de la ley de educación, la laxitud de los padres o la precariedad laboral de los maestros. Y tampoco de que un niño no pueda ser tratado como autor de un delito.
Hay niños que, un buen día, matan. Ocurre. Es verdad, ocurre. Y aunque nos resistamos a creerlo, eso no los convierte en adultos.