Piense qué cree usted que significa y cuándo le sale a usted invocarlo. ¡Es de sentido común, hombre! No hay más que discutir. La razón está de mi lado. Si discute usted, por ejemplo, con un compañero de trabajo, sobre las cosas que se discuten en el trabajo: si el jefe es un inútil o simplemente es bobo, si todo habría que hacerlo de otra manera, si Rajoy va a ganar otra vez o caerá en picado, si el Madrid convence o flojea. ¿Cuándo acaba usted diciendo: pero si es de sentido común, hombre? Cuando se cansa de argumentar o se queda sin argumentos.
Esté atento a partir de hoy y dígame si no es cierto. No hay nadie que invoque el sentido común si no es para identificarlo con lo que él mismo opina. ¿Qué es de sentido común? Lo que yo te estoy diciendo. Los clásicos lo llaman de otro modo. Lo llaman buen sentido. La facultad innata del hombre —-la presunta facultad innata, con permiso de Descartes—- para juzgar correctamente y distinguir lo verdadero de lo falso. Sí, es arriesgado meter a Descartes en una reflexión radiofónica mañanera, pero qué quieren, no todos los días nos sirve Chicharito para entender las cosas que pasan.
Mientras usted se apunta esta tarea de pensar si realmente sabemos siempre distinguir lo correcto de lo errado, yo le voy hablando de Pablo. El amigo de Juan Carlos. Amigos para siempre aunque sea en la discrepancia. Pablo Iglesias y Juan Carlos Monedero. Sólo faltaba que personas con ideas distintas no pudieran seguir siendo buenas amigas, ¿verdad? Sólo faltaba que los compañeros de partido tuvieran que llevarse bien, a estas alturas. Iglesias no sólo se enorgullece de que Monedero siga siendo su amigo sino que mencionó ayer la contribución esencial que ha tenido el ideólogo defraudado en la elaboración del programa. Porque Podemos, tachan tachán, presentó ayer tarde su programa de autonómicas. Todos los enemigos expectantes y esperando munición para cargar la artillería anti podémica. Un programa electoral de Podemos, para sus adversarios, es como unas memorias de Corina para los republicanos. Busca, busca, que algo escandaloso hay seguro. Algo bolivariano. O inconstitucional. O marciano.
Quien espere encontrar en este programa la hoja de ruta de una revolución, mejor que siga buscando. Esto es Podemos con soda. Rebajado. La mayoría de las propuestas, a estas alturas, suenan hasta convencionales. De izquierda clásica: más sector público, menos gestión privada. Más presión fiscal a las rentas altas y más asistencia a las familias pobres. Quitar deducciones del IRPF y subir el impuesto de patrimonio, aplicable a quienes tengan más de 400.000 euros en propiedades, incluyendo la casa. La idea a la que más partido sacan es ésta de “hay que rescatar a las familias y no a los bancos”. Aunque a la hora de concretar ese rescate hay poco nuevo. Hablan de restructurar la deuda de las familias. Es decir, que éstas renegocien los pagos con los bancos que les prestaron. El asunto es cómo se renegocia. Y ahí lo que Podemos plantea es que se sienten a hablar ambas partes y acuerden unas condiciones nuevas (bien poco rompedor resulta esto). Te sientas con el director de tu oficina a ver cómo seguir pagando (con qué intereses, qué plazos) sin que esa deuda te asfixie del todo. Y si no hay acuerdo, ¿qué pasa? Pues que entra en escena un juez que decide cómo se hace. No se menciona la posibilidad de no pagar porque sí ni de mandar a tomar viento los contratos de crédito firmados. Estén tranquilos los bancos. No habrá amnistía general para los impagos.
En el preámbulo del programa se asume que no hay dentro planteamientos revolucionarios: “¿Necesitamos inventar la pólvora?”, se preguntan los autores. “No. Tenemos las piezas, sólo hay que ordenarlas”. Lo que pasa es que hasta ahora ha habido gobiernos torpes y con Podemos llegan la inteligencia. Este es un programa inteligente, dicen, fruto del sentido común y el trabajo de los expertos. Vuelve a asomar por ahí esta idea (poco modesta) de que por fin llega la gente preparada, los profesores universitarios como más indicados para hacer política, los expertos presentados como tales, como si carecieran, por ser expertos, de filiación ideológica que les hace inclinarse por unas recetas en lugar de por otras. Hay que considerar la luz y el agua como servicios públicos y básicos que el Estado debe procurar a quienes no puedan pagárselos, se lee. Y éste es otro debate interesante que en España nunca tenemos. Por qué hay determinados bienes, productos y servicios, que consideramos imprescindibles, que el Estado debe procurar a quienes no puedan pagárselos, y hay otros productos que nunca forman parte del debate. Si subvencionamos los fármacos para que nadie se quede sin acceso a ellos, por qué no subvencionamos la carne, o el pan, que son tan básicos —tal vez más— que el paracetamol o el ibuprofeno.
Volvemos a Descartes y le dejo ya que descanse de esta intensa actividad reflexiva de primera hora. Le dejo que descanse porque tendrá que aparcar, o bajar a los niños del coche, o meterse en la ducha porque ha estado corriendo un rato. Volvamos a Descartes y al buen sentido, más conocido por nosotros como el sentido común. Esto que todos nos atribuimos a nosotros mismos. Esto que todo dirigente político identifica con sus propios planteamientos y, por supuesto, con sus votantes. Pablo Iglesias y Mariano Rajoy no se parecen, coleta, en casi nada, es cierto. Pero cuando ayer insistía tanto Iglesias en que su programa es de sentido común yo me acordaba de Rajoy presentándose como referencia de los seres humanos normales. Para un político, con coleta o sin ella, lo normal siempre es votarle a él. Y lo anormal debe de ser votar a cualquier otro.