Siempre digo que prefiero un millón de veces el frio al calor hasta que llega el calor, entonces es cuando le doy la vuelta a la tortilla con calabacín, y afirmo que prefiero un millón de veces el calor al frio.
Anteponemos el mar a la montaña hasta que se nos llena el culo de arena bajo el bañador y entonces es cuando nos acordamos de que al Aconcagua no se puede subir en bikini y eso tiene sus ventajas amén de ser agotador.
Qué necesaria es la lluvia, hasta que te cae un chaparrón. Qué malo es conocerse hasta que encuentras el lado bueno de la persona. El tamaño no importa hasta que te dicen que te la coges con pinzas.
Y es que todo tiene su momento y su aquel. Podríamos aceptar que las cosas son como son y que, ante la imposibilidad de evitar que se produzcan, lo mejor es armarse de paciencia y sudar la gota gorda con alegría o congelarnos sin darle importancia, hacernos con un paraguas, localizar la ducha en la playa, entender lo que supone escalar una montaña, aprender que cada unos es como es y hacer acopio de pinzas y de papel de fumar sabiendo que todo crece o mengua según te toque, te toquen o te toques.
Todo tiene su momento, todo es tan prescindible como necesario, hay que adaptarse a las circunstancias, quejarnos menos y llorar más, que eso desahoga una barbaridad.
