Algo de marejada queda tras esta semana sísmica que hemos sufrido. Nos sometimos como país a un TAC con contraste y aunque hay evidencias de anomalías, los diagnósticos difieren. No sé si erradicaremos los insultos, no sé si el aficionado cobijado en la masa habrá adquirido una nueva conciencia, pero sí intuyo que hemos pasado a una pantalla nueva de no retorno: modo vigilancia activado. Más ojos y más oídos. Pero aviso, nacerán nuevos debates: ¿qué es insulto? ¿Qué es menosprecio? ¿Cuántos hinchas han de corear juntos para disparar la alarma?
Lo bueno y lo malo a la vez es que toda esa introspección futbolera ha llegado en momento de calentura máxima, cuando se acaba el campeonato, cuando ponemos nombres a los condenados y a los salvados. Este domingo, entre voto y voto, sabremos más porque hasta 6 equipos siguen asomados al desfiladero.
También desde este finde empezaremos a pegar raquetazos desde París, ayer se sortearon los emparejamientos y la melancolía nos invadió un poco a todos: confeccionar el cuadro de Roland Garros sin el cartelito de Nadal es como montar un especial de nochevieja y no llamar a Raphael. Volcaremos el ánimo en Alcaraz que va por la parte alta y podría tener cuartos con Tsisitpas y semis con Djokovic.
Ya imaginas que el murciano se hinchará a firmar bolas de tenis estos días y eso me recuerda a un albaceteño que se llama Andrés Iniesta y que ya sí que sí ha de guardar sus botas de tacos en un armario. Nos hizo campeones del mundo por primera y única vez, y para muchos, encarna como nadie el corazón noble y el alma limpia.
Siendo promesa, firmó un autógrafo a un futuro periodista en un billete de metro mientras paseaba por un centro comercial. Década y media después, teniendo de nuevo ese boleto entré sus manos, rememoró el momento sin poder evitar tener los ojos vidriosos. Iniesta de mi vida, de la de todos.