Y tiene razón Iceta porque, si la independencia gana la voluntad del 65 por ciento de los catalanes, habrá cambiado sustancialmente el panorama y habrá que buscar una forma de habilitarla. Es que el 65 por ciento no es el 47 por ciento actual. Es una mayoría muy cualificada que destrozaría la argumentación vigente que se atrinchera en que la independencia puede tener mayoría parlamentaria, pero no alcanza la mayoría social.
El 65 por ciento sí sería una clara mayoría social, un seísmo separatista, que esperamos no ver nunca en Cataluña. Es lo que buscan, por ejemplo, Esquerra y su líder Oriol Junqueras y pasan por ser los más razonables del procés. Quizá lo que le faltó a Iceta ha sido precisamente eso: la rapidez intelectual para asegurar que nunca se alcanzará ese porcentaje, sino que ya es un triunfo que, después de todo lo ocurrido, se mantenga en las cifras actuales y parece que con tendencia a la baja.
Por eso Iceta se enredó en sus propias palabras, se hizo un lío con el referéndum, y lo que queda es la primera versión. Por lo tanto, lo más urgente, lo imprescindible en una política territorial de Estado es hacer lo posible y lo imposible para que el independentismo no dé ese importantísimo salto cuantitativo de apoyo social.