Y en espectro puede convertirla Rajoy, truncando así una carrera política que amaneció muy pronto, 16 años tenía Cristina Cifuentes, y que va a frustrarse prematuramente también, no ya porque está carbonizada como líder regional de Madrid, sino porque llegó a postularse como aspirante a la Moncloa, procurándose por idénticos motivos la aversión del los clanes peperos.
Y Cifuentes no tiene clan, ni familia política. Ni un solo medio de comunicación afín. Ni siquiera Telemadrid, cuyo proceso de transparencia y deontología, fomentados por ella misma, han terminado de neutralizar los abusos de propaganda en que incurrían Esperanza Aguirre e Ignacio González, haciendo de la televisión pública un instrumento de culto personal.
Y Cifuentes era otra cosa. Presumía de primarias, de aseo presupuestario y de haber devuelto al PP su credibilidad ética, pero ella misma ha terminado víctima de su propio escrúpulo. Y no porque haya robado, malversado, prevaricado, sobornado o evadido, a imagen y semejanza de sus colegas cartagineses, pero sí porque ha sido incapaz de acreditar su verdad, empezando por aquel examen fantasmagórico de Vicálvaro.
Ha puesto su destino en manos de Mariano Rajoy. Rajoy el taxidermista, diríamos. Pero en realidad con Cifuentes no va a acabar Mariano. Ni va a hacerlo el fuego amigo. Ni Soraya. Con Cifuentes ha acabado ella misma, a no ser que pueda demostrar que se hizo carne aquél tórrido mediodía del 2 de julio de 2015 en Vicálvaro. Nadie la vio, quizá porque todos los madrileños todavía estaban celebrando la victoria de la Eurocopa contra Italia, conseguida la noche anterior en la cima del fútbol.