En Homs, en Hula, en Deraa, en algunos suburbios de Damasco a donde ha llegado ya el fuego de la insurrección que comenzó hace más de un año, ser niño ya no es posible. El vídeo de France Presseque han emitido esta semana varias televisiones fracesas lo grabó un periodista que consiguió acceder, a finales de junio, a la ciudad de Azzara. Allí hay un castillo donde se han hecho fuertes algunos opositores (llaman a su organización Ejercito Libre de Siria) que intercambian disparos con francotiradores leales al régimen. Pronto sabremos que uno de los rebeldes se llama Ahmad, y lo sabremos porque dos disparos le alcanzan en la cabeza y entre su hermano y otros compañeros de armas sacan de allí su cuerpo desmadejado -la cabeza ensangrentada- y lo dejan sobre el suelo unos cuantos metros más allá mientras se escucha la voz aguda de un niño que se acerca entre lamentos, diciendo “Ahmad, Ahmad, Díos mío”.
Este niño, que tiene doce o trece años, lleva fusil y un chaleco para la munición. Lo acompaña un joven que no tendrá más de veinte años y que regresa después con él al castillo donde sigue el combate. En los minutos posteriores morirán otros cinco rebeldes (las bajas entre los leales al régimen no se conocen), y el periodista de France Press llegará a grabar a las viudas de los difuntos acariciando sus caras antes de la sepultura mientras sus vecinos prometen ganar esta batalla y conservar el castillo: “Si lo perdemos nos pasará como a Baba Amr”, dicen, en referencia al barrio insurrecto de Homs que fue arrasado por el Ejército.
La difusión de este video muestra que los llamados “rebeldes” cuentan con menores de edad en sus filas, chavalitos de doce o trece años que empuñan el fusil en compañía de sus hermanos mayores y cuya presencia había sido denunciada por la ONU en el informe que presentó hace dos semanas sobre Infancia y conflictos armados. Allí se requería a los opositores sirios que preservaran a los menores dejándoles al margen de los enfrentamientos armados, aunque la descripción más sangrante de la vulneración de derechos de los niños correspondía a los abusos cometidos por el régimen. “Se ha constatado la presencia de menores”, dice el informe, “en centros de detención y bases militares donde los niños reciben golpes y descargas eléctricas. Niños de entre ocho y trece años son sacados a la fuerza de sus casas cuando el Ejército llega a una población para utilizarlos como escudos humanos: los colocan junto a los autocares militares para que estos puedan llegar hasta el centro de la población sin recibir ataques mortales”.
La detención y tortura de menores para aterrorizar a sus familias la denunciaron hace más de un año diversas organizaciones internacionales que citaban casos concretos, como aquel de Thamer y Hamza, los amigos de quince y trece años detenidos en una manifestación y devueltos muertos a sus familias muchos días después con disparos en los brazos, los dientes rotos y el cuello quebrado. El régimen sirio creyó hace un año que el terror le permitiría sofocar aquella revuelta, desordenada pero armada, que había surgido al calor de lo ocurrido en Egipto y Túnez, la primavera árabe. Acompañó la represión de la disidencia con un festival de promesas falsas de cambio y apertura (en el verano de 2011) que sólo sus muy partidarios llegaron a tomarse en serio. Un verano después, cinco mil muertos después, diez mil detenidos después, doce mil refugiados que han huído a Turquía, Naciones Unidas describe la situación como guerra civil. “Lo que está ocurriendo”, dice en su último análisis, “es que el gobierno sirio ha perdido importantes partes del territorio que ahora controla la oposición y extrema la fuerza para recuperar el control de esas áreas”. Ambas partes están armadas y ambas partes tienen aliados fuera del país. Puede llamarse guerra civil, bien es verdad que asimétrica en recursos humanos y militares.
Bashar al Assad tiene aún el control del ejército, la policía y la Shabiha, el grupo paramilitar autor de los fusilamientos masivos. Poco dudan de que la violencia extrema la emplean los dos bandos, pero tampoco es un secreto que la capacidad de bombardear poblaciones, entrar en las casas a la fuerza, capturar niños o abrir fuego contra familias enteras, la tiene quien la tiene, que es Bashar al Assad. El dictador que, por supuesto, lo niega todo y lo atribuye a una formidable campaña de intoxicación lanzada por los enemigos de Siria para justificar una intervención militar. Hoy dice el pieza en una entrevista hoy con un diario turco: “Resistiremos hasta el final. No vamos a rendirnos por un embargo. Los ciudadanos en la calle lo saben”.
El dictador habla en plural, como aconsejan los manuales que han consultado siempre los tiranos del mundo: en la primera página de “cómo ser un dictador de libro” ya aparecen los mandamientos primordiales: despreciar a tu pueblo, inventar un enemigo exterior al que culpar de todo cuanto suceda, falsear tu historia y la de tu país, ridiculizar a la prensa extranjera, desdeñar las organizaciones internacionales y hablar siempre en primera del plural como si tu voz (tiránica) reprodujera la voz del pueblo. Y matar, claro. Detener, torturar, eliminar. Los verbos favoritos de quien pretende perpetuarse en el poder a sangre y fuego. El último objetivo de todos los dictadores: permanecer, apropiarse del país. La deserción del general Manaf Tlas, responsable de la Guardia Republicana que ha escapado de Damasco y se ha plantado en París, quiere ser vista por la oposición (y por los gobiernos europeos) como el principio del fin de la hiena siria.
Hace meses que los gobiernos occidentales dan por acabado a Bashar al Assad. Ahora esperan que el goteo de deserciones acelere su caída para que el número de muertos deje de crecer y para tener un nuevo interlocutor con el que poder hablar de la nueva Siria, o dicho de otra manera, para intentar que el país emprenda una transición que resulte más sosegada y permeable a la modernidad de lo que ha resultado ser en Libia, donde pese a los disturbios y la violencia que aún existe mañana se celebrarán las primeras elecciones de su historia. Un momento histórico, e inédito, para un país en el que, hasta hace cuatro días, fundar o afiliarse a un partido político podía ser castigado con la pena de muerte. Gadafi se creyó irreductible, intocable, y acabó como acabó. Si Bashar al Assad quiere seguir sus pasos, sólo tiene que seguir, él también, creyéndoselo