Treinta y seis años después de las primeras elecciones democráticas, los partidos políticos españoles proclaman su determinación para combatir a toda costa la corrupción, “con tesón y sin desmayo”, como dijo esta mañana la nueva presidenta andaluza, “sin que tiemble la mano”, como dice Cospedal, “erradicándola de pleno”, como tiene prometido Artur Mas.
Treinta y seis años después de las primeras elecciones democráticas, aquellos partidos políticos que ya existían entonces y que han protagonizado en este tiempo variados y prolongados escándalos de financiación, de abuso de poder, de tráfico de adjudicaciones, de desvío de dinero público a manos particulares de sus afines, siguen trasladándonos su determinación para acabar de una vez con todas estas prácticas en las que ellos han incurrido. Prometen combatirlas con denuedo porque son muy conscientes de que aún existen, aunque cada vez que se destapa algún asunto turbio niegan que sea lo que parece.
Hay que atajar la corrupción de los demás, porque la propia nunca se admite. Con nuevas leyes, nuevas obligaciones, nuevos métodos de control. Anuncian reformas legales, leyes de transparencia, auditorías internas, observatorios y, ¿cómo les gusta llamar a la intolerancia? “¡tolerancia cero!”, eso, “tolerancia cero” con la corrupción.
José Antonio Griñán no se marchó por los EREs, dice la versión oficial; la Junta no se siente responsable de lo que pasó con los EREs, dice la versión oficial; todo fue obra de un jeta que actuaba por su cuenta y ya fue repudiado; el gobierno autonómico fue impulsor de la investigación sobre la trama y abnegado colaborador con la justicia, dice la versión oficial, pero el discurso de investidura de Susana Díaz resulta que girado, básicamente, sobre la corrupción, sobre la lucha contra la corrupción, sobre la vergüenza (ajena, se supone) que a la inminente presidenta le genera la corrupción, sobre la lucha implacable que va a desarrollar contra la corrupción y sobre las nuevas normas que introducirá en la legislación para impedir la corrupción. Para no ser la corrupción la causa de que el gobierno andaluz haya cambiado de cabeza visible ha puesto un empeño encomiable Susana Díaz en persuadir a los andaluces de que ésta es parte esencial del tiempo nuevo que ella encarna, el cerco a los comportamientos corruptos.
Presentan los dirigentes políticos de ahora esta tarea a la que prometen entregarse (Díaz, Rajoy, Mas, Rubalcaba, Fabra, Bauzá) como una suerte de misión heroica, ardua, sacrificada, digna de encomio. En realidad, esto de acabar con la corrupción dentro del partido o en la parcelita de poder que tú gestionas (tu ayuntamiento, tu gobierno autonómico, tu ministerio) debe de consistir, básicamente, en darle responsabilidades únicamente a personas honradas y actuar de inmediato y de manera inflexible cuando detectas que alguien está metiendo la mano donde no debe. Eso, y levantar alfombras por si queda basura por penar de épocas pasadas.
Ellos dicen: claro, pero se trata de legislar para aumentar los controles y que nadie pueda actuar corruptamente sin que se sepa. A ver, mejorar las normas para ponérselo difícil a los corruptos está muy bien, pero a menudo detectar quién está abusando de su posición, mejorando de manera acelerada su patrimonio (es decir, llevándoselo crudo) suele ser más simple de lo que nos hacen creer, suele ser, de hecho, un clamor entre quienes le tratan o trabajan a su lado. Por no hablar, claro, de los procedimientos de trapicheo institucionalizado que conocen quienes los ejecutan y quienes, por encima de ellos, los amparan.
A menudo la lucha implacable contra la corrupción consiste en algo tan sencillo como creer de verdad en la higiene, tener el compromiso real de no aprovecharse del cargo, de no robar y de no hacer trampas. Si la corrupción ha arraigado en las prácticas de las administraciones públicas es porque dirigentes nacionales, regionales o locales de los partidos han incurrido a menudo en la manga ancha, o en la vista gorda, o en la participación activa en el mangoneo. Aquello de “si es que siempre se ha hecho así”, aquello de “habrá que devolver favores a los nuestros”, aquello de “habrá que rentabilizar los favores que ahora hacemos”, aquello de “si los demás se financian bajo cuerda para poder tener más vallas, y organizar más mítines, en las campañas electorales, ¿cómo no lo vamos a hacer nosotros?”
Susana Díaz, que se estrena como responsable máxima del gobierno de Andalucía (está en marcha la investidura) propone que los partidos políticos no puedan recibir dinero de procedencia privada -los ingresos, por tanto, de las cuotas y las subvenciones- y que se publique la declaración de bienes no sólo de los altos cargos, sino de sus cónyuges y parejas. Ninguna de estas dos medidas habría impedido, claro, que Juan Lanzas colara en el ERE de un matadero a dos familiares del dueño del coto en el que él cazaba, pero debe entenderse que lo que anima a la nueva presidenta es el afán, muy loable, por recuperar la confianza de la sociedad en la política, acabar con eso que todo el mundo llama “desafección” y que, en realidad, se llama “desafecto”.
El discurso de investidura no ha tenido, seguramente, las sorpresas que algunos pretendían; no ha sido, como pieza retórica, un discurso memorable pero sí ha sido correcto. Y al final de lo que se trata, más que de discursos, es de hechos. Por sus obras los conoceréis. Y eso es lo que, a partir de mañana, empezará a dar la medida de la nueva presidenta, lo que haga.
Que sea la primera mujer que llega a este cargo puede verse como una feliz noticia para las mujeres andaluzas o como un reproche al partido al que pertenece, que ha antepuesto siempre a los varones en este cometido. Habiendo habido ya presidentas en otras autonomías, presidentas del Congreso, del Senado, del Constitucional, alcaldesas de grandes ciudades (incluida Sevilla), ministras de Exteriores y de Defensa, vicepresidentas del gobierno, que aún sea noticia que llegue una mujer a la presidencia de la Junta es para darle una pensada. Susana Díaz ha dicho que es un hecho histórico que una mujer pueda acceder ahora a este cargo.
En realidad, “poder”, lo que se dice “poder”, podría haber accedido mucho antes, en cualquier momento de los últimos treinta años siempre que su partido, que es quien gobierna de siempre Andalucía, así lo hubiera decidido. Antes, y hoy, es la dirección del PSOE andaluz quien ha señalado quién debía ejercer la presidencia autonómica (con la bendición del Parlamento, claro), luego es la dirección del PSOE quien, hasta hoy, ha retrasado la incorporación a ese puesto de una señora.