Salud Hernández Mora, corresponsal del diario El Mundo en Colombia, colaboradora y columnista de El Tiempo, permanece desaparecida (y presumiblemente secuestrada) por la organización Ejercito de Liberación Nacional, el segundo grupo armado más numeroso de aquel país que controla la zona de El Catatumbo, en la provincia de Norte de Santander. Estaba desde el miércoles en el municipio del El Tarra recabando información (y testimonios) sobre la actividad que mantiene esta organización, en negociaciones con el gobierno de Juan Manuel Santos para el abandono de la violencia. La última persona que estuvo con ella antes de que unos tipos en una moto le invitaran a irse con ellos fue esta religiosa de El Tarra con la que hablábamos a primera hora.
Se llevaron a la periodista al monte y se da por hecho que la tienen secuestrada. Paradójicamente, uno de los requisitos que el gobierno Santos puso al ELN para sentarse a hablar fue que cesaran los secuestros. Y que liberara a los rehenes menores de quince años. Salud Hdez Mora venía denunciando que el gobierno presentara esto como un éxito en lugar de haberlo exigido como requisito para iniciar las conversaciones. En estos cuatro años, escribió en uno de sus tuits, muchos niños han perdido su inocencia y los han adiestrado para matar.
Nunca ha ocultado su posición crítica hacia el proceso de paz y su repugnancia ante la consideracion de las FARC como interlocutor legítimo de un gobierno democrático.
Miren esta nota final que escribió en su columna del quince de mayo en El Tiempo, que se titula “Las falacias de Santos” y es un decálogo de impugnaciones al proceso de paz. Allí narra Salud Mora cómo en Ocaña se llevaron a la fuerza, unos tipos, en una camioneta a Melisa Trillos, sin que ni policía ni ejército se dejaran ver para hacer nada. La nota final dice, en referencia al secuestro de Melisa: puede que fuera secuestrada, como dicen las autoridades, por una banda de delincuencia, pero la zona donde la retienen es del ELN y es imposible esconderla sin su permiso. Que no engañen y que respondan.
Ahora es ella quien está en esta misma situación.
Ya pasó. La final de la Copa del rey. Que ganó el Barça.
Con parejas importantes en el palco: Felipe y Letizia, Manuela Carmena y su amiga Ada Colau, Carles y Puigdemont.
La ganó el Barça en el terreno de juego, hubo tablas —más o menos— entre aplausos al himno de España en las gradas sevillistas y silbidos en las blaugranas, y la perdió la delegada del gobierno en Madrid, cuyo criterio sobre la nitidez con que la ley establece la prohibición de determinados elementos (una bandera independentista, por ejemplo) fue derrotado por el juez al que le tocó decidir sobre los recursos. El independentista que quiera exhibirse como tal, está en su derecho. El independentista que llora como un crío cuando su equipo conquista el título de una competición española, también lo está. Incluso está en su derecho a silbar los símbolos de los demás, un himno por ejemplo, aunque eso le retrate como alguien que disfruta ofendiendo los sentimientos ajenos mientras reclama respeto para los sentimientos propios.
Ya pasó la final de copa. Hasta el año que viene en que, si juega la final el Barça, volveremos con la recurrente polémica. Y volverá a producirse la paradoja de escuchar a políticos profesionales aborreciendo de quienes politizan las cosas. Resulta sospechoso escucharles pedir que no se convierta en política un espectáculo deportivo, como si éste fuera la quintaesencia del juego limpio y como si la política fuera, de por sí, algo nocivo. Y resulta hilarante, en fin, escuchar a algunos de estos dirigentes predicar sobre los ámbitos que no deberían ser invadidos por los políticos cuando ellos, en el ejercicio del poder, han jugado a conseguir justo lo contrario: a invadir, a ocupar, a inundar de intereses políticos, y de manipulaciones políticas, esferas de la actividad social que deberían servir para controlarles a ellos.
Problemas para los co-gobernantes de Cataluña, Puigdemont y Junqueras. Para el primero, sobre todo, que o es president o no es nada. Sus revoltosos socios de la CUP, inconstantes, han votado en asamblea mandar el acuerdo de gobierno a hacer puñetas. Sólo cuatro meses y medio después de haberse comprometido a no votar nunca lo mismo que la oposición cuando esté en riesgo la continuidad del gobierno.
El logro póstumo de Artur Mas —que la CUP se comprometiera a sostener el gobierno toda la legislatura— se resquebraja. Lo mismo que firma acuerdos los des-firma. Y porque se ha dado cuenta —tampoco hay que ser muy perspicaz— que Junts pel sí tiene congelado el proceso independentista. No son lo bastante guerreros para la tribu de Anna Gabriel. Que más que un partido anticapitalista o populista —-que también— es un partido pendular.
Que la CUP se quiere librar de Convergencia no debería sorprenderle a Convergencia. Después de todo, Convergencia también se quiere librar de Convergencia. De sí misma. Los militantes del partido pujolista primero y el arturista después, han votado a favor de cambiarse el nombre. Seguir siendo los mismos, con la misma ideología y con el mismo Artur Mas pero…sin llamarse Convergencia (todo indica que Mas si seguiría llamándose Mas). La operación cambio de marca se ha presentado envuelta en los tonos épicos tan del gusto de los convergentes: es el renacimiento de un proyecto que hunde sus raíces en la historia de éxito que es Convergencia. O traducido al lenguaje menos épico: es el intento de renacer de Artur Mas jubilando el partido que hunde sus raíces en el 3 por 100.