Durante muchos años, muchos, esto del 11 de septiembre en Cataluña era, sobre todo, una liturgia. Los cargos políticos le ponían unas flores a Rafael Casanova (al monumento) y el resto de los catalanes festejaba discretamente la jornada. Había alguna manifestación, minúscula y sin mayor recorrido, y luego Pujol, o Maragall, o Montilla, o Artur Mas, polemizaban sobre el descarado empeño nacionalista en apropiarse de la celebración y de Casanova. Y ahí quedaba todo.
Pero la cosa cambió hace ahora seis años. Sólo seis años.
Cumplía dos años en el gobierno Artur Mas. El heredero del viejo Pujol, padre fundador de la patria convergente. Gobernaba Mas con el apoyo del Partido Popular, su adversario principal era el PSC y había metido la tijera a la inversión pública porque la crisis económica arreciaba y los bonos patrióticos no daban para financiar ya nada.
En 2011 había surgido el 15-M, la movilización de los indignados, y en Barcelona sucedieron dos cosas que marcaron el futuro de Artur Mas, de la cuestión catalana y, por extensión, del conjunto de España. Sucedió que los indignados acamparon en la plaza de Cataluña y los mossos cargaron para sacarlos de allí.
Que los indignados cercaron luego el Parlament, el señor Mas recurrió al helicóptero para acceder al recinto…
…y que, al calor del 15-M y de la indignación por los recortes, nació una organización llamada Asamblea Nacional Catalana. La fusión del malestar económico con la reivindicación soberanista. Es decir, la idea de que Cataluña sufría porque formaba parte de España. Y que la solución, por tanto, para todos sus problemas (el mundo feliz) pasaba por conseguir la independencia.
Aquel discurso le venía al pelo a un gobierno autonómico en apuros. Artur Mas, el astuto, se apuntó a la tesis de culpar de sus males a Madrid, se inventó la bandera del pacto fiscal y dio instrucciones a sus peones para apadrinar, desde la administración, a la Asamblea Nacional Catalana. Hace ahora seis años convocó en su despacho al responsable de TV3 y le ordenó que pusiera la televisión pública al servicio de la manifestación que esta organización preparaba para la Diada de 2012.
Que, en efecto, fue un éxito de movilización sin precedentes. Y que le dio a Artur Mas el último argumento que necesitaba: la voz del pueblo, era la sociedad la que reclamaba a sus gobernantes que iniciaran el camino hacia la independencia.
La señora Forcadell lideraba la asociación y exigió al Parlamento Catalán que abrazara ya la ruptura, la arremetida contra la Constitución de la España explotadora.
Todo lo que vino luego lo conocemos. El fracaso electoral de Artur Mas, el auge de Esquerra Republicana, la alianza de estos dos partidos rivales en torno a la autodeterminación y el referéndum, la consulta de cartón de 2014 (primera sublevación del gobierno autonómico contra el Constitucional), el protagonismo de la CUP, de los CDR, la caída de Artur Mas, la llegada de un radical llamado Puigdemont, el fracaso de la operación diálogo de Rajoy y los acontecimientos que se sucedieron hace un año, que están pendientes de juicio en el Tribunal Supremo y que provocaron que por primera vez en cuarenta años la autonomía catalana fuera intervenida.
Seis años, sólo seis años, han pasado. No es mal día hoy para preguntarse si el independentismo ha ido ganando o ha naufragado, si en vísperas del juicio en el Supremo la historia de esa hoja de ruta que empezó en la Diada de 2012 es la historia de un éxito o de un fracaso.
Seis años después, no queda nadie en activo de quienes estaban entonces en la primera línea. Ni Artur Mas, ni Durán i Lleida, ni Pere Navarro, ni Mariano Rajoy, ni Pérez Rubalcaba, ni Soraya Sáenz de Santamaría. En prisión, Junqueras y Forcadell. En la mansión de Waterloo, este Puigdemont que por entonces aún era un perfecto desconocido. De Joaquim Torra ni hablamos.
El tiempo pasa. Los cargos políticos van pasando. Los problemas permanecen.
Soraya Sáenz de Santamaría ya es historia en términos políticos. Se acabó su carrera pública. Cuando uno ha tenido poder, volver a ser soldado raso apetece poco. Y cuando una ha tenido todo el poder (aunque nunca alcanzara la gloria) ponerse a las órdenes de quien todavía tiene que demostrarlo todo apetece todavía menos. La semana pasada ya dijimos aquí que la única pregunta que cabía hacer sobre Sáenz de Santamaría era cuántas horas faltaban para que comunicara formalmente a Casado la decisión, que ya tenía tomada y que su entorno ya conocía, de abandonar la política y buscar acomodo (no hoy mismo, pero a no pasar mucho tiempo) en el ámbito privado.
Hoy es un lugar común pensar en Santamaría como la generala que, a la vera de Rajoy, acumuló para sí la vicepresidencia, el CNI, la portavocía, el control del grupo parlamentario, la relación con los principales ejecutivos de las compañías privadas y la delegación del gobierno para la cuestión catalana, entre otros poderes. Pero hace diez años Sáenz de Santamaría no era más que una abogada del Estado que se había ido abriendo camino en la administración, de la mano de Rajoy, y que tuvo que lidiar con el desdén de unos cuantos veteranos y las zancadillas de otros no tan veteranos antes de alcanzar el puente de mando. Bien es verdad que, una vez alcanzado, ella misma aprendió a deshacerse fríamente de los adversarios.
Cuando ayer Santamaría entró en el despacho de Casado para decirle ‘bueno, que me voy’, él debió poner cara de ‘no sabes cuánto lo siento’. Y ‘que te vaya muy bien’ y ‘lo mismo digo’. Y ‘hasta siempre, Soraya’, ‘hasta siempre, Pablo’. Hasta aquí llegó el marianismo.
Sólo unas antes de que Santamaría confirmara su salida, su buena amiga Cospedal estaba contando aquí que está madurando también si ella lo deja. Qué hace con su vida.
Fin de etapa. Fin de ciclo.
En el PP, como en los demás partidos, las guerras son a vida y muerte y no se toman prisioneros. El que gana, manda. El que pierde, coge la puerta.
Sólo se conoce un caso reciente de líder que, habiendo perdido el poder que tuvo, haya perseverado en la porfía hasta acabar por reconquistar el poder perdido. Su nombre es Pedro Sánchez. Hoy vive en la Moncloa y hoy vivirá, desde allí, su primera Diada como presidente del Gobierno de España.