Alguien me dijo esta mañana, creo que con buen criterio: “¿te has dado cuenta de que no sólo no se dan los nombres, sino que nosotros, la prensa, tampoco los preguntamos?” Nos sale preguntar cuántos son (”¿pero son seis, como dice Marruecos o son diez, como está diciendo el delegado?”), pero no surge de nosotros, automáticamente (como en los otros sucesos) preguntar si se sabe ya cómo se llamaban los ahogados. Dices: bueno, es normal, sabemos que no llevan documentos de identidad encima para evitar ser repatriados, y de llevarlos, serían nombres que no reconoceríamos, nombres raros, que nos suenan ajenos y que no sabemos pronunciar bien. Hissene, Yusuf, Mustáfa (¿o es Mustafá?), Mohamed (¿o era Mohámed?). La declaración de los derechos del Niño dice que todos los nacidos tienen derecho a tener un nombre. Es el hecho de tener un nombre lo que nos proporciona identidad, tener reconocida nuestra existencia y nuestros derechos. Tener nombre es ser alguien. Sin nombre no hay historia. Sólo hay un número. ¿Cuántos eran, cuántos han sido?
De las nueve personas que esta mañana se nos han muerto en la puerta da casa (el espigón de la playa del Tarajal en Ceuta, ahogadas cuando intentaban bordearlo a nado) todo lo que sabemos es cuántos eran y cómo discurrieron las últimas horas del último día de sus vidas. Como si todo lo que han sido, hasta hoy y desde que nacieron, se redujera a esta frase que dice que “al final, se ahogaron”. Venían en grupos hacia la frontera del Tarajal, Marruecos a un lado, al otro nosotros, Ceuta, España. Separados en grupos y en la confianza de poder eludir, así (algunos, al menos) a la policía marroquí (a un lado) y la guardia civil (caso de conseguir cruzar, al otro). Unos a la carrera, asfalto adelante, por donde cruzan los vehículos (agentes por todas partes) y otros por la playa, también a la carrera hasta alcanzar el espigón, al otro lado del muro que se adentra en el mar la playa, de tierra oscura, es española. Eran las ocho de la mañana y eran, sumados todos, unos cuatrocientos. La mayoría de ellos de regreso, a esta hora, ya en Tetuán, detenidos por la gendarmería y enviados en autobuses a esta ciudad más al sur, metiendo kilómetros entre los emigrantes y la frontera a la que, en cuanto puedan, volverán, porque su vida, el resto de su vida, pasa por conseguir sortear ese último obstáculo, la diferencia entre estar a un lado o al otro, la diferencia entre quedarse parado o poder seguir adelante con su viaje: así lo ven ellos, así lo sienten ellos, como un obstáculo más (ni siquiera el más duro con el que seguramente se han enfrentado) en el camino que están decididos a hacer, que no termina al otro lado del espigón del Tarajal o al otro lado de la valla de Melilla, no termina, sólo continúa, con nuevas dificultades y nuevas barreras de todo tipo que tienen la determinación de superar.
Alguien me dijo esta mañana, con buen criterio: “¿por qué decimos que ‘asaltan‘ una valla cuando lo que hacen es intentar saltarla?” Ya sabían de las dificultades que habrían de ir enfrentando cuando salieron hace meses de esos países que hoy ni siquiera aparecen en las crónicas del ahogamiento, los países de origen, los pueblos de los que partieron, y dejando atrás alguna de esas situaciones o todas ellas: pobreza, violencia, bandas armadas, opresión, libertad cero. No tener para comer, no tener con qué defenderse de las bandas de matones que roban, violan y secuestran niños, no tener a quién recurrir, no tener horizonte. Países de origen que tienen dirigentes y tienen gobiernos que también son responsables. Decimos “subsaharianos” como si ésta fuera una nacionalidad, una procedencia. Subsaharianos. Que, en muchos casos, es una forma de decir que son negros. O que da un poco igual que nacieran en una aldea perdida del Chad o en Banguí, que es la capital de Centroáfrica.
De estas nueve personas que no tienen nombre hemos conocido su muerte, ¿te has dado cuenta también de esto?, mucho antes de que tengan noticia de ello sus padres, o sus hijos, sus familias y sus amigos. Quienes los conocieron de niños y crecieron con ellos, seguramente aún ignoran que hoy se han muerto. De este duelo nunca hay tampoco noticia, no hay reporteros (no podemos tenerlos) en la aldea donde reside la familia, no hay imágenes de madres rotas y hermanos velando cuerpos.
Cómo de angustioso será morir ahogado. Ayer estábamos contando la historia de un náufrago que sobrevive a trece meses en alta mar, y hoy la historia es que el mar se tragó siete vidas en sólo unos minutos. La mar que es traicionera, como dicen los marinos, que de un golpe te arrebata la vida y te quita el nombre. La mar hecha concertina.
Ya sabían los que hoy se han muerto, cuando emprendieron el camino echándose el mundo a la espalda, que ponían su vida (y sus recursos) en manos de una mafia, y que entrar a Europa sin papeles se persigue y se castiga, y que hay verjas, vallas y una gendarmería marroquí que nunca le ha hecho ascos a disparar a matar o a abandonar grupos enteros a su suerte en el Sáhara. Por más que las mafias les prometan que todo será más fácil de lo que cuentan quienes no lo lograron, ellos saben de las dificultades y los riesgos. Y sabiéndolo, perseveran. Porque el viaje es el reflejo de sus vidas y renunciar a intentarlo es resignarse a llevar una vida que no desean. Y eso no significa que sea culpa suya lo que les pase, bien al revés, significa que no es su culpa la vida que les ha tocado y que no hay nada más humano que el impulso de querer mejorar; desesperadamente (en proporción directa a lo que han pasado), ciegamente, si quieres, lo bastante ciegamente como para meterte en el mar en el afán de escapar de los guardias y cruzar al otro lado. No son responsables de haberse ahogado, son responsables de haber intentado sacar a flote sus vidas.
Y no, no han sido trendic topic.