Tres días jugando a esto de “yo, que ya conozco el dato, te voy avisando de que es bueno, pero bueno bueno”. Tres días sugiriendo que el paro en mayo ha bajado mucho y que mañana, cuando se publique el dato, estaremos todos de acuerdo en celebrarlo. Estupendo. Esperemos a conocerlo y luego ya vemos, ¿no? Rajoy dijo el sábado, en un coloquio con Piqué en el que presumió de haber conjurado la histeria apocalíptica, que los datos de mayo van a ser claramente esperanzadores. Fátima Báñez, que asistió esta mañana como público (de obligado cumplimiento) a una conferencia de Cándido Méndez, ha dicho lo mismo: que mañana muchos españoles vamos a tener una buena noticia porque los datos de mayo son buenos y esperanzadores. ¿Cuánto dice usted entonces que bajó el paro el mes pasado? Ah, aún no se sabe. Sólo lo sabe el gobierno, por eso se le ve tan contento. Ya, ¿y por qué lo sabe sólo el gobierno? Y si el gobierno ya lo sabe, ¿por qué no lo sabe ya todo el mundo?
Bueno, porque los datos oficiales tienen un calendario: se publican un día concreto para que todo el mundo los conozca. Todo el mundo menos quien gobierna (la ministra, el presidente, la nueva vicepresidenta económica, Sáenz de Santamaría), que los conoce antes. De hecho, conoce día a día cuántos parados se han inscrito, cuántos contratos se han firmado y cuántas afiliaciones de más o de menos hay en comparación con el día precedente. Es una información que, naturalmente, existe, pero es una de esas informaciones que, existiendo, sólo maneja quien está autorizado para hacerlo.
No es pública porque alguien decidió, hace muchos años, que no había falta que lo fuera, que bastaba con convocar a la prensa una vez al mes para entregarle esa información acompañada de tres folios de resumen que enfocaran el asunto por el lado que el gobierno considerara más conveniente, y con un secretario de Estado, o dos, que se encargaran de poner voz a ese enfoque siempre interesado: “el mes pasado les subrayé este aspecto, pero este mes me interesa subrayarles este otro”.
Es el gobierno de turno quien entrega esa información a la prensa, reforzando la idea de que esa información es del gobierno, cuando, en realidad, no lo es. Esa información, como tantas otras, es propiedad de los ciudadanos. Si Rajoy conoce ya el dato del paro de mayo, no hay razón para no lo conozca usted. Si el paro, como las temperaturas, o como la prima de riesgo, se mide día a día, se podría conocer el dato de paro diario, publicando la información en una web sin esperar a que salga el secretario de Estado a explicarnos en qué nos tenemos que fijar y qué es mejor que pasemos por alto.
Cuando estos días se habla de por qué España ha sido el último país europeo en promover una ley nacional de transparencia -y unas cuantas leyes autonómicas, que también se están tramitando- además de señalar con el dedo acusador a los gobiernos que hemos tenido por su falta de entusiasmo en esta materia deberíamos incluir entre los señalados al conjunto de los partidos políticos, de las instituciones del Estado y también, si somos lo bastante autocríticos, a nosotros mismos. Una de las razones de que España llegue con tanto retraso a las leyes de trasparencia es que aquí, a diferencia de otras naciones como Estados Unidos, Dinamarca, Noruega, Nueva Zelanda, hemos sentido bastante poca curiosidad por esta corriente de pensamiento, o doctrina, que se conoce como gobierno abierto.
Los colectivos ciudadanos que aquí han levantado esa bandera nunca han sido multitudinarios -sí muy activos y muy guerreros, pero no multitudinarios-. Tal vez porque, en el fondo, nos cuesta plantearnos preguntas tan bobas como ésta: si Rajoy ya conocía el sábado el dato del paro de mayo, ¿por qué yo tengo que esperar a mañana? ¿Qué derecho tiene él que yo no tenga? La exigencia de transparencia llegó antes a los ayuntamientos -la administración que tenemos más cerca- que a las instituciones autonómicas o nacionales. Y ahora que ha llegado, da la impresión de que lo único que interesa es saber cuánto gana cada cargo público, su salario, su declaración de patrimonio, cuando la información de que dispone la administración va mucho más allá de eso.
Se trata de cambiar el planteamiento: no es que, de toda esa información que maneja el Estado, tengan que decidir ahora los gobiernos cuál tienen derecho a conocer los ciudadanos; es que, por definición, tiene derecho a conocerlo todo; lo que habrá que establecer, en una ley y argumentadamente, son las excepciones a esa norma general: en qué casos se considera aceptable que se cubra esa información con un velo. Y dos las excepciones, o los criterios, que casi todos los países aceptan: uno, la privacidad; dos, la seguridad nacional.
El libre acceso a la información se ve limitado cuando la difusión pública de esa información puede suponer un riesgo para la seguridad del país o de quienes trabajan en la sombra para defenderla. Allí donde la transparencia encuentra más obstáculos (y donde legalmente está proscrita) es en los servicios de inteligencia (léase espionaje), en algunas áreas de la actividad de los Ejércitos y de las llamadas relaciones diplomáticas. Allí donde la ausencia de luz se considera indispensable para tener éxito, los gobiernos, los Parlamentos, preservan la penumbra frente a quienes desean encender los focos.
La historia de Bradley Manning, este joven de veinticinco años que iba para informático, soñaba con trabajar para Apple o Microsoft y acabó alistado en el Ejército norteamericano en Iraq y pasándole información confidencial a Wikileaks, plantea -entre otras- esta pregunta de “qué sí y qué no”, que es realmente seguridad nacional y qué es ocultación interesada de información comprometedora. En un cuartel de Maryland ha comenzado hoy el juicio militar a Manning por colaboración con el enemigo, o dicho de otro modo, traición a la patria.
Alega la acusación –el gobierno—que el material confidencial que el soldado proporcionó a Julian Assange, Wikileaks, acabó en manos de enemigos de Norteamérica como Bin Laden, en cuya vivienda de Abbotabad se encontraron copias de papeles que se había descargado para imprimirlos. Él se declara culpable de pasarle documentos confidenciales a Wikileaks, pero no de traición. Alega que lo que le movió fue, precisamente, su deseo de fortalecer a los Estados Unidos abriendo un debate público sobre los métodos que se estaban empleando en las guerras de Iraq y Afganistán.
Lo que luego ocurriera con esos documentos, o el uso que otros le dieran, entiende la defensa que no es achacable al soldado. Que Manning va a ser condenado parece fuera de duda: la cuestión es cuál será la pena, cuáles los cargos que se consideren probados. Pero el debate va más allá de la sala. El debate es si todos esos documentos eran legítimamente secretos o si el Pentágono y la Casa Blanca abusan de su poder para correr el velo de la opacidad sobre asuntos que no tienen por qué ser ocultados al público. La pregunta: ¿todo lo que se declara secreto de Estado es por seguridad nacional o es una coartada que sirve para apagar a luz sobre cuestiones incómodas no para la integridad nacional sino sólo para quien gobierna?