Polvo eres y en polvo te convertirás. Que en su versión hablada siempre fue: “las palabras se las lleva el viento”. Antes, al menos, se las llevaba, cuando no existía el podcast y el oyente no podía repasar, volver a escuchar, escudriñar lo que se dijo en esto o aquel programa. No saben lo relajado que resultaba para quienes nos dedicamos a esto saber que por mucho que metiéramos el cazo un minuto después ya nadie podría demostrar que habíamos dicho exactamente eso que nos atribuían. Para eso se inventó una cosa que llamamos el copión, y que no es un señor que copia (o casi sí), sino un registro de todo lo que se emite, de obligado cumplimiento y para ser usado en caso de reclamaciones legales.
Cuando no existía el podcast no era tan fácil como ahora comprobar lo falibles que somos. Los oyentes, si acaso, lo que querías era conservar buenos momentos radiofónicos. Por eso esta casa puso en marcha aquello que se llamó el “servicio de atención al oyente”: tú llamabas a un teléfono, encargabas una copia y la recibías en tu casa, contra reembolso, en un cassette. Porque entonces había cassetes, tocadiscos y autorradios. Otra época, oye. Los años noventa, cuando la radio -como tantos otros ámbitos- empezó su revolución tecnológica. La programación no se crean que era muy distinta de ésta que hacemos ahora. Los programas, en general, eran más cortos, pero ya empezaba a haber tertulias a todas horas.
En el año 94, las tertulias de la radio ya eran una referencia del debate político en España. Y fueron las tertulias radiofónicas las que más partido sacaron al debate que, en abril de aquel año, cuando el Celta y el Zaragoza se disputaban la final de Copa, los serbios bombardeaban Bosnia y Cándido Méndez se oponía a una reforma laboral (la de entonces), celebró el Congreso de los Diputados. El motivo de enfrentamiento entre gobierno y oposición era la crisis económica, el paro desbocado y la proliferación de casos de corrupción.
Aquella era otra España, eh. Felipe se tambaleaba, aunque menos de lo que decían sus críticos, porque aún gobernaría dos años. Y Aznar confiaba en darle la puntilla presentándole como un lastre para el país y forzando su salida. Un Aznar repeinado y severo pronunció allí la frase que le acompañaría, no sin cierta guasa, el resto de su carrera política; aquellas tres palabras llamadas a convertirse en un clásico parlamentario: “Váyase, señor González”. Aunque los diarios destacaron la contundencia de la intervención del líder del PP, fue en la radio, y en las parodias de los espacios de imitadores, donde el “váyase” alcanzaría toda su gloria mediática. Desde entonces, ha habido cienesy cienes de remakes de aquella frase en boca de diputados de todo signo. Hubo un “váyase, señor Caldera”, hubo un “váyase, señor Merino”y hubo un “¿por qué no se van todos?” Desde aquel abril del 94 todo jefe de la oposición que se precie ha de lanzarle al presidente de turno, en algún momento, su propia versión del “váyase”.
Rajoy no es que hiciera una versión, es que acumuló un repertorio de formas de decirle a Zapatero que se marchara -es posible que el primer váyase se lo dijera antes incluso de que llegara-. Alfredo Pérez Rubalcaba ha tardado poco más de un año en ceder a la tentación de emular aquel debate parlamentario. No sólo le ha dicho a Rajoy que se vaya -váyase, señor Rajoy- sino que ha copiado (ay, el copión) lo que Aznar le dijo a Felipe hace veinte años. Claro que Rajoy a quien le ha copiado la respuesta es a Felipe. Veamos. Rubalcaba dice: “Usted, señor Rajoy, no puede resolver la crisis que tiene España porque usted la ha creado”. Aznar le dijo a Felipe: “De la crisis económica, del clima de corrupción, es usted el principal responsable”. González le respondió: “Usted no me puede dar a mí ningún ejemplo de responsabilidad”. Rajoy le ha dicho a Rubalcaba: “Empiece por publicar sus cuentas y entonces podrá dar alguna lección a alguien”.
Han pasado veinte años que parece que no han pasado. Si entonces subrayaron las tertulias cómo entre Aznar y Felipe se había pasado del enfrentamiento político al desprecio personal (la pésima relación que siempre han tenido estos dos dirigentes), hoy lo que se subraya es el empeoramiento acelerado que está sufriendo la relación personal de Rajoy y Rubalcaba. Los mismos dos dirigentes que hace tres semanas se ofrecían mutuamente pactos contra el paro o contra la corrupción, hoy no quieren saber nada el uno del otro. ¿Qué es lo que ha pasado en estas tres semanas? Sólo una cosa: Bárcenas. Aquello de los sobres que publicó El Mundo, lo de los papeles que sacó luego El País, la regularización fiscal que desveló la propia defensa del ex tesorero y la sensación -muy extendida al comienzo y ahora ya bastante menos, aunque esta historia aún no se ha terminado- de que podíamos estar ante un escándalo de la categoría del de Filesa en el 93 o LuisRoldán en el 94. Un temazo de los que deja para el arrastre a un presidente de gobierno.
Rubalcaba, como hizo Aznar en los noventa, ha visto al presidente arrinconado, a la defensiva, cuestionado incluso por una parte de sus votantes, le ha visto “sonado” y ha tirado para adelante con toda la artillería. Buscando el golpe de efecto y buscando también -porque es parte del juego político- aliviar la presión (mediática) que está recibiendo el PSOE para que ejerza ya la transparencia en sus cuentas y sus remuneraciones de la que viene presumiendo. Tiene mala venta que exijas respuestas a tu adversario cuando tú no eres capaz de responder por qué no publicas tus cuentas. Caña al mono hasta que reviente. El PP, que sigue estando en un momento delicado porque el caso Bárcenas aún no ha terminado (le queda cuerda de aquí a que empiece el juicio de la Gürtel, y ésa es otra), quiere pensar que ha conseguido parar el golpe de la sangría de crédito que venía sufriendo.
En puertas de un debate de la Nación que se va a parecer poco al que Rajoy tenía planeado -el déficit cederá espacio a la Gürtel, las amnistíasy los tesoreros-, aguanta el pulso el presidente no sólo a Rubalcaba, sino a los diarios que vienen reclamando la salida de Ana Mato de escena, con particular vehemencia el diario El Mundo, que es a quien iba destinada, en realidad, esta declaración que hoy hizo la ministra: “No soy culpable de nada y no pienso dimitir por esta infamia”. Le faltó añadir un “que lo sepas, Pedro”. Entre las rectificaciones a las que se ha abonado el PP no se encuentra, hasta hoy, la de rectificar la decisión de que nadie se vaya a su casa. Váyase, señor Rajoy, le volverá a decir la semana que viene Rubalcaba.
A lo que el gobierno es probable que acabe respondiendo aquello que Zapatero le respondía a Rajoy, y que forma parte del manual de las respuestas poco creativas: “Si quiere que me vaya, presente usted una moción de censura”. Sí, claro, para perderla. Por si acaso nos está escuchando el Financial Times recordémoslo una tarde más: la clave para que una escandalera política, por muy prolongada que ésta sea, se acabe traduciendo en inestabilidad del gobierno es que se agriete la unidad monolítica de su arrollador grupo parlamentario. Mientras Rajoy pueda seguir convalidando sus decretos con la gorra, y rechazando o admitiendo iniciativas legislativas populares (incluso rechazándolas y admitiéndolas en la misma tarde) tiene tres años más de gobierno asegurados. Para él y para Ana Mato.