El presidente Rajoy conducía hace diez días su nave política en medio de las aguas revueltas del caso Bárcenas -el ex tesorero había entregado una hoja arrancada de su cuaderno original, aún no había declarado ante el juez Ruz ni se habían publicado los mensajes de texto- cuando la oposición le pidió que compareciera en el Parlamento. El grupo del gobierno, siguiendo instrucciones de la Moncloa y en una maniobra apresurada y, como el tiempo ha demostrado, errónea, intentó esquivar aquella chinita que se le presentaba en el camino cerrándose en banda a la comparecencia, y a una sesión de control, y acusando a la oposición parlamentaria de estar “apadrinando a un delincuente”.
Ese día, la piedrecilla empezó a convertirse en pedrusco. Si en lugar de decir “no” al examen parlamentario hubiera dicho “sí”, se habría ahorrado el presidente esta semana de pasión en la que medio mundo, incluyendo los diarios extranjeros que se leen en la Moncloa con más interés que los españoles, le ha estado reclamando que accediera a la petición de comparecencia y se personara en el Congreso a contar, en extenso, su versión del caso Bárcenas, incluídos los SMS y el intento de chantaje que, en versión del gobierno, realizó el imputado. El lunes pasado, en rueda de prensa con el primer ministro polaco, pudo haber evitado también el impacto admitiendo todas las preguntas que se le quisieran hacer sobre este caso Bárcenas o sobre lo que fuera. Pero sólo admitió dos y dio una contestación prefabricada que, lejos de satisfacer a quienes reclamaban sesión parlamentaria les dio más argumentos para acusar al presidente de esconderse tras la solemnidad de su invocación al estado de Derecho.
Paco Costas le habría dicho que, como conductor, le habían faltado reflejos para sortear el golpe y eficacia en la ejecución de la maniobra. Pero también le habría dicho que, tal como ocurría en su programa de televisión –y aunque ya no exista el rebobinado—, el conductor seguía lo bastante entero como para aprender de sus errores y conducirse, en adelante, de otro modo.
Llega la segunda oportunidad. Que empezó en la rueda de prensa que ofreció esta tarde el presidente, con el primer ministro rumano. “He entendido”, dijo el presidente, “que es bueno que yo tenga una comparecencia en las Cortes Generales”. Es decir, que finalmente opta el gobierno por la comparecencia a petición propia, el instrumento que, de siempre, han empleado los presidentes cuando han querido transmitir la idea de que no sólo no temen rendir cuentas en el Parlamento sino que son ellos mismos quienes toman la iniciativa.
Convencer al respetable público de que esta vez también es así -que el presidente acude porque es lo que, en razón, cree que debe hacer- va a ser misión imposible por dos motivos: el primero, que Rubalcaba se adelantó en esta ocasión amenazando con una moción de censura si Rajoy no comparecía (todos aquellos que predijeron el fracaso del líder del PSOE al emplear un recurso parlamentario condenado al fracaso por la falta de mayoría olvidaron contemplar esta otra hipótesis: que terminara habiendo comparecencia y que él, Rubalcaba, se pudiera anotar su primer éxito político de esta legislatura); el segundo motivo que hace difícil borrar la imagen de que el presidente es llevado a rastras al Hemiciclo es el exceso de vehemencia que han puesto los portavoces del PP al explicar que, pese al cuaderno original, pese a los SMS, pese a la declaración de Bárcenas ante Ruz, no había nada nuevo, nada de lo publicado merecía que el presidente diera explicaciones y ni había novedades ni había caso.
Deshacer ahora el argumentario mil veces repetido requiere de una destreza dialéctica fuera de lo normal, sin que se note, claro, que más que un criterio formado lo que tienes es una versatilidad admirable para defender una cosa y su contraria. Lo que hasta hoy parecía implanteable -que Rajoy fuera al Congreso a hablar de Bárcenas— hoy pasa a ser oportuno, beneficioso y aconsejable. La encuesta publicada este fin de semana por el mismo periódico que, según el PP, está aliado con Bárcenas, El Mundo, refleja que para la mayoría de los votantes de Rajoy el caso Bárcenas es motivo suficiente para que el presidente dé la cara y hable del asunto sin poner cortapisas ni a las preguntas ni al tiempo que está dispuesto a emplear en resolver dudas.
Es verdad que hay un tercio de quienes votaron PP hace un año y medio que declaran que hoy no volverían a hacerlo, pero sólo un tercio de quienes le votaron cree que Rajoy debería irse. La parroquia popular, por tanto, la que sigue fiel al partido y decidida a votarle de nuevo, cree en su mayoría que hubo contabilidad B, que empresarios entregaban dinero a cambio de trato de favor en las adjudicaciones, que los dirigentes cobraban sobresueldos (sobre si los cobró Rajoy la opinión está muy dividida), pero, a la vez, no considera que todo eso que da por cierto sea razón ni para buscarle un relevo al presidente ni para convocar de nuevo a las urnas. Pero sí para acudir al Parlamento.
Si el PP ha perdido en esta historia de Bárcenas la batalla de la opinión pública. no es descabellado pensar, ¿verdad?, que en buena medida se ha debido al escapismo, la renuencia a hablar en público del asunto y la estrategia de simulación que emprendió allá por febrero de 2009, cuando empezó la Gürtel, y que ha mantenido (en la que ha perseverado) hasta el día de hoy. Si la estrategia de ignorar el problema te ha conducido a un pozo, nada más razonable que cambiar cuanto antes de estrategia para intentar salir de él. El presidente prueba ahora con otra forma de conducirse. Afinando los reflejos por su propia seguridad.