Entre el tiempo que dedicó a preparar ambiciosos proyectos de reformas que, una vez finiquitado Gallardón, han sido clamorosamente incinerados, y el tiempo que, según descubrimos ahora, ha dedicado el ministerio a plantearse falsos debates que apenas dan para diez minutos de tertulia, cabe concluir que a este ministerio la legislatura le ha cundido poco.
El ministro de estos últimos siete meses, Rafael Catalá, se tiró ayer a una piscina sin agua —-a la manera clásica de quien desea romperse la crisma—- al confesar que su departamento ha estado reflexionando —o algo así— sobre lo que él mismo califica como un tema y un buen debate: la sanción a quien filtra a los medios información confidencial de procedimientos judiciales, y la sanción al propio medio que difunde esa información. “Lo hemos tomado en consideración pero nos ha faltado arrojo para llevarlo adelante en este momento”, dijo textualmente el ministro en una conferencia en Barcelona. Nos ha faltado arrojo.
Si el PP estuviera en la oposición y fuera el gobierno de turno el que saliera con este asunto probablemente habría dicho: “pero hombre, no habrá asuntos más urgentes que atender que éste de las filtraciones a los medios”. ¿En qué encuesta del CIS aparece esto como preocupación de los españoles? Pero como es gobierno y algunas filtraciones le están incomodando notablemente, parece que considera oportuno hacer una reflexión —-así lo ha llamado el ministerio de Justicia—- sobre cómo garantizar la confidencialidad en las investigaciones judiciales. Si castigando al filtrador o castigando al medio que la publica. O castigando a los dos, que si es por castigar, no vamos a quedarnos a medias.
Bien. ¿Cuál es el debate? En realidad, ninguno. Quien por su trabajo tenga el deber de confidencialidad (funcionarios de la agencia tributaria, responsables policiales, personal de los juzgados, ministros) tendrá que cumplirlo. Los medios de comunicación, parece innecesario recordarlo, no tenemos deber de confidencialidad. De hecho, no tenemos más deberes que los que marca la ley, que ya establece los límites que el legislador ha considerado necesarios al derecho a la información y la libre opinión. Cuando a un medio de comunicación le llega una información filtrada, y antes de difundirla abre internamente, su propio debate: sobre la intención del filtrador, sobre los daños a terceros que puede generar la difusión, sobre si esos daños son evitables y, antes que todo eso, sobre si tiene la información relevancia o interés público suficiente como para que la difusión prevalezca sobre los efectos colaterales. Ése será nuestro debate, el de cada medio y cada redacción, no el de quien gobierna arrogándose una misión —castigar a quien cuenta lo que no debe—- que no le corresponde.
El ministro mencionó ayer lo difícil que, en su opinión, es sancionar a quien filtra un papel, un dato, una pesquisa reservada. Será difícil o será fácil, pero en ese punto no hay tampoco reforma legal que plantear porque ese castigo ya está contemplado en nuestro ordenamiento. Código Penal, título décimo, capítulo 1, artículos 198 y 199. “El funcionario público que revelara datos confidenciales será castigado con inhabilitación absoluta de seis a doce años. El profesional que incumpliendo su deber de sigilo divulgara secretos de otra persona será castigado con pena de prisión de uno a cuatro años”.
Existe ya un deber de reserva para funcionarios que conocen y manejan información confidencial. En la Agencia Tributaria, en los cuerpos policiales, en los juzgados y en el consejo de ministros. Y existe ya el deber de investigar las filtraciones, identificar a los filtradores y sancionarlos.
Y ahora, le invito a hacer memoria. ¿Cuántos casos recuerda usted de filtraciones que hayan sido investigadas, descubiertas y sancionadas? ¿Qué casos? Le doy tiempo, que es temprano para tener la memoria fresca. Piense, piense. No dirá que no ha habido en los últimos cinco años, diez, veinte años, treinta años, escándalos sonados que han surgido de filtraciones a la prensa: dossieres con informes policiales, fragmentos de sumarios, transcripciones de interrogatorios. No dirá que no le suena haber vivido ya un debate como éste que plantea Catalá, cuando se señalaba a jueces estrella, a personal de sus juzgados, la filtración interesada de datos a la prensa. Piense de nuevo: ¿cuántos casos recuerda en los que haya habido un desenlace: una autoridad compareciendo para explicar quién filtró y qué castigo le cae? Respuesta: no se recuerda. Ninguno.
¿De qué nos están hablando entonces? De la nada. La ley ya castiga al funcionario que le entregue información reservada a un tercero, sea periodista o sea su abuela. Pero castigar a uno obligaría a castigar a todos, y hombre, si el filtrador es un inspector de Hacienda afín al PSOE que te ha hecho la puñeta sacando datos de Rato te va a apetecer mucho castigarle, pero si el filtrador es un alto cargo policial, o gubernamental, que ha entregado a un periódico un pseudo informe de la UDEF que pone como un trapo a Artur Mas en vísperas de unas elecciones autonómicas, entonces igual te apetece menos. Cuántas eficaces campañas de descrédito han desplegado los partidos basadas exclusivamente en la primera página de un periódico. Estamos ya todos muy mayores para creernos que de verdad les duele la pena del telediario cuando el penado no es uno de los nuestros.
Envolver esta manifiesta incomodidad por las filtraciones que te perjudican en un supuesto afán higénico por preservar la presunción de inocencia de las personas investigadas es un poco de broma. Rasgarse las vestiduras porque aparezcan como presuntos culpables quienes aún no han sido siquiera juzgados. ¿No nos acordamos ya de Zaplana y José Blanco compitiendo cada semana en lanzarse mutuamente, un partido al otro, paletadas de basura en las que prescindían con intención del “presuntamente”? Recogen lo que sembraron.
La presunción de culpabilidad no es consecuencia de que se filtren informaciones reservadas, sino del modo en que esas informaciones se presentan. Y sobre todo, del modo en que los partidos políticos, en su pugna interminable y agria, han utilizado las investigaciones policiales y los sumarios judiciales para hacerle la puñeta al contrario. El mismo gobierno que hoy se declara compungido porque la opinión pública trata como culpable a un presunto —ese policía maquiavélico que le pone la mano en el cogote a Rato para certificar su condición de delincuente— el mismo gobierno tan sensible hacia la presunción de inocencia se planta cada semana en el Congreso a restregarle a Pedro Sánchez que mantenga en sus escaños a Griñán y Chaves, responsables, dicen los populares, del fraude de ochocientos millones de euros de dinero público en el caso de los EREs. Si uno cree en la presunción de inocencia, si a uno le desagrada tanto que se mencione sólo de pasada y como puro trámite, lo coherente es que se aplique el cuento y no le ponga la mano en el cogote al senador del partido de enfrente.
Si hay un debate que tiene sentido no es del castigo al medio que publica el dossier, sino el de cómo se garantiza la imparcialidad de un funcionario que maneja información reservada sobre dirigentes de un partido político cuando ese mismo funcionario está trabajando activamente en favor de los intereses electorales del partido contrario. Si la puerta giratoria que tanto escuece cuando va de la política a la empresa privada escuece menos cuando son funcionarios que disponen de información reservada los que fichan por una opción de partido que está en campaña.
El ministro Catalá —-nos faltó arrojo—- ha aclarado que él hizo una reflexión pero que no aspira a sancionar a nadie. En la misma frase abre y cierra el falso debate. A esto, más que reflexión, siempre se le ha llamado espantajo.