Hannah ni siquiera sabe quién es Fernández Díaz, menos aún de las perlas (verbales) que añade cada cierto tiempo a su rosario. Si hubiera dicho algo sobre el ministro, o sobre el referéndum en Cataluña, si desde Mississippi hubiera cerrado filas con Carme Chacón o hubiera pedido la abdicación del rey, igual le habríamos hecho un poco más de hueco en los medios de comunicación de aquí. Pero la señora Gay no ha hecho nada de eso tan sonado y relevante. La señora Gay, al fin y al cabo, sólo es la persona que, por primera vez en el mundo, ha conseguido curar a otra persona infectada con el VIH empleando únicamente fármacos. Dices: hombre, en el ámbito médico seguro que es una hazaña, pero para ser noticia gorda tendrían que pasar otras cosas, por ejemplo, que hablara de ello Obama en la Casa Blanca o que convocara rueda de prensa Elena Valenciano, o que se pronunciara la ministra de Sanidad española, que no lo va a hacer porque ella no se pronuncia sobre casi ningún asunto.
¿Cómo vamos a hablar de Hannah Gay pudiendo hablar de un fiscal catalán, que se llama Rodríguez Sol, que pareció estar a favor de la independencia pero luego resulta que no lo estaba y al que su jefe el fiscal general se lo va a quitar de encima de inmediato; o pudiendo hablar del señor Martorell, jefe de Convergencia Democrática en Sant Cugat, nada menos, que ha renunciado a ese cargo tan vistoso alegando motivos de salud, infectado del virus Método3, la irrefrenable pasión detectivesca que le llevó a espiar a todo el que pudo? Nuestra veterana doctora, Hannah Gay, noes más que una señora que se parece un poco a Kathy Bates (morena y con gafas) y vive en Jackson, Mississippi, en cuyo hospital universitario se formó como pediatra hace treinta años y donde se fue especializando en enfermedades infecciosas. Éste es, en realidad, su ámbito de trabajo: el hospital infantil que forma parte del centro médico universitario y donde siempre están inventando cosas para conseguir dinero.
La semana pasada hicieron el maratón de radio en el que participan un montón de emisoras de Jackson, y para la semana que viene ya tienen lista la carroza con la que participan en el desfile de San Patricio, que está inspirado en el Mardi Gras de Nueva Orleans. El hospital para niños, como todos los hospitales para niños del mundo, es un no parar de madres, padres, médicos, enfermeras y enfermillos. Entre tanto revuelo, los doctores, como Hannah Gay, se organizan para atender todos los casos y para prevenir situaciones de riesgo. Hace ya años que pusieron en marcha un teléfono de ayuda para mujeres embarazadas que están infectadas del VIH.
La idea es que comuniquen su situación para que los médicos puedan aplicar tratamientos prenatales contra este virus, porque ese tratamiento evita en el 98 % de los casos la transmisión al feto. Pero no fue el caso de esta mujer, cuya identidad no ha trascendido, que hace dos años y medio dio a luz sin haber pasado por tratamiento alguno y que sólo estando ya en el hospital para dar a luz confirmó que era portadora de VIH. Es aquí donde entró en juego la doctora Gay con sus conocimientos, y antes que eso, con su intuición.
Asumió que el bebé recién nacido, una niña, llevaba consigo el mismo virus que la madre y decidió plantarle cara en el segundo día de vida de la criatura. Treinta horas de vida tenía la niña cuando empezó el tratamiento, un cóctel de fármacos conocidos que ya se emplea con los niños que tienen Sida. Nada insólito o sorprendente. Lo único nuevo fue empezar tan pronto con el tratamiento y con los tres fármacos. Que pasado un mes el virus ya estuviera mucho menos presente fue una satisfacción pero no una sorpresa. La madre siguió llevando a la niña al tratamiento durante el año y medio siguiente.
La sorpresa, lo inédito, estaba a punto de producirse. La mujer, sin que se sepa por qué, dejó un buen día de aparecer por el hospital. Ella no llevaba a la niña y ésta no recibía el tratamiento retroviral. La doctora Gay temió, seguramente, que todo el trabajo realizado hasta entonces se viniera abajo. Cinco meses sin acudir al hospital era una muy mala noticia para la salud de aquella niña. Porque a los cinco meses apareció la madre con su hija en brazos. La doctora le hizo las pruebas correspondientes y...no puede ser, cinco meses después, ¿dónde está el virus? No había VIH. No lo ha vuelto a haber. Ha pasado ya un año desde el último tratamiento y no ha reaparecido la infección. Incluso para la cautela que, en estos casos, se gastan los médicos, es razonable afirmar que la niña está curada.
Esto es lo nuevo. Esto es lo que descolocó a Hannah Gay, nuestra doctora de Jackson, Mississippi, y lo que llevó a otra mujer investigadora, Deborah Persaud, viróloga del hospital infantil de la Johns Hopkins de Baltimore, a documentar el caso para presentarlo en un congreso médico este pasado fin de semana. Que así es como se ha conocido la historia y así es como esta viróloga, Persaud, ha recordado lo interesante que es aumentar nuestros conocimientos sobre el sistema inmunológico del recién nacido, en qué difiere del de los adultos y cómo cabe aprovechar esa diferencia para lograr, en los niños, lo que aún no se ha conseguido en los adultos, la curación completa (la eliminación del VIH) empleando fármacos.
El trabajo de saber más, de entenderlo mejor todo, sigue adelante. Para aquellos que, ante cualquier hecho nuevo se preguntan esto para qué sirve, sólo un dato que forma parte de la respuesta: aunque ya existen los tratamientos que evitan la transmisión del virus de madre a hijo, en los países más pobres -piensa en África- cuatro de cada diez mujeres embarazadas e infectadas recibe esos tratamientos. El resto da a luz a bebés con VIH que ahora, si se confirma la utilidad de aplicar el coctel de fármacos nada más nacer, podrían quedar curados.
Siempre hay un doctor, o un equipo, que hace algo por primera vez y observa resultados que no esperaba. A menudo eso trae consigo cambios de hábitos médicos en todos los lugares del mundo. A menudo eso trae consigo que se curen enfermedades que parecían incurables y se salven miles de vidas que parecían condenadas a extinguirse. Y casi nunca los nombres de esos médicos, ni siquiera el día que se anuncia públicamente su logro, aparecen en las primeras páginas de los diarios. No iba a ser distinto con Hannah Gay, que ni está salpicada por el caso Bárcenas, ni sabe nada de Noos, ni está enterada de la nueva relación con el PSC que pretende Rubalcaba.
Y aunque se llama Gay -se apellida- nada tiene que ver con el ministro del Interior y su hondura intelectual, de la profundidad de un charco. Hoy hemos sabido que en España hay cinco millones de parados inscritos como tales en las oficinas de empleo. Cinco millones de parados y ¡ninguno es Fernández Díaz!