EL MONÓLOGO DE ALSINA

El monólogo de Alsina: Un antropólogo en Marte

Les voy a decir una cosa.

Sacha Baron-Cohen, el cómico que hizo Bórat” y “Bruno” y “El dictador”, tiene un primo. Un primo que no es tan conocido como él, ni de lejos, y que tampoco se dedica a lo mismo que él. No hace cine, ni parodias, ni sátiras, aunque dicen que es un tipo bienhumorado y muy simpático.

ondacero.es

Madrid | 02.04.2013 20:10

El primo de Bórat, o sea de Sacha, se llama Simón, bueno, Simon, porque es británico. Británico y profesor universitario. Simon Baron-

Cohen, mucho menos conocido que su primo pero una autoridad en su campo académico. Simon es doctor en psicología y está especializado en la investigación del desarrollo de la mente. Y de los trastornos que se producen en ese desarrollo.

Es probable que tú esto ya lo sepas si eres madre o padre de un niño un poco diferente a los niños corrientes. Igual hasta tienes alguno de los libros de Baron-Cohen en la pequeña biblioteca que te fuiste haciendo a base de comprar todo lo que encontrabas sobre...el autismo.

El autismo y sus diversos grados, porque más que un síndrome concreto es una gama de diversos estados que puede presentar la mente de una persona afectada. A ti no hace falta que nadie te explique, a estas alturas, que TEA se dice TEA y no “ti”, porque no es té en inglés, sino Trastorno del Espectro Autista. El TEA que tantas veces se usa como sinónimo del asperger.

Y como te lo habrás leído todo, en tu afán de padre o de madre por saber más, por comprender mejor ese hecho diferencial que es la forma de funcionar de la cabecita de tu enano, sabrás que los primeros estudios serios sobre autismo no han cumplido todavía

ni cien años. Podrás imaginar -tú que lo has pasado mal porque para criar un chavalín autista primero hay que reprogramarse uno mismo, ¿verdad?- podrás imaginar el desgarro interior, profundamente injusto, que sufrían hasta los años cincuenta las madres que, al acudir al médico a intentar saber qué le pasaba a su hijo, recibían como respuesta que aquello era esquizofrenia infantil causada por la frialdad de la madre, por no haber sido lo bastante amorosa con su recién nacido.

Eso le decían, a una madre que buscaba remedio al estado de ausencia permanente que percibía en su niño y que salía condenada de la consulta, responsable de la situación -le decían- irreversible que obligaba a internar para siempre a su hijo en un psiquiátrico.

Cuántas veces habrás pensado que, al menos, a ti te ha tocado vivir en esta otra época en que se sabe más, bastante más, aunque los obstáculos, las dificultades -bien lo sabes- permanezcan. Seguramente tu historia se parezca a la de otras madres y otros padres que en los primeros seis meses, ocho meses, diez meses de la vida de su nuevo niño, no percibieron que fuera en nada distinto a los bebés de los demás. Pero que, en algún momento en ese primer año, empezaron a notar que al niño no le gustaba estar en brazos, mucho menos que lo achucharan. ¡Es tu bebé, cómo no vas a achucharle! Sentiste que se violentaba con un achuchón hasta enrabietarse como si estuvieran tratando de aplastarle.

Con el tiempo entendiste que era justo así como se sentía, aterrorizado. Tuviste que resignarte a reducir al mínimo el contacto físico, que nadie pretenda decirte que eso no es ya, en si mismo, un sacrificio. No poder abrazar fuerte y a todas horas. Te acostumbrarte a mirarle tratando de entender. De conectar. Y empezarías a preguntarte por qué permanecía tanto tiempo con la vista clavada en un punto fijo, quién me lo ha hipnotizado. Te diste cuenta, claro, de que a diferencia de los otros babies que conocías, pasaban los meses y el tuyo no rompía a hablar. Siempre callado. Sin reacción cuando tú le decías eso de maa-mmá, paa-pá. Tu niño, nada. Como si no escuchara. Pero al poner la lavadora, justo al revés, espantado como si estuviera escuchando un terremoto.

Los niños comunes tienen rabietas. El tuyo, cuando estalla, es un tsunami que pone el mundo patas arriba. El suyo y el tuyo. Hay sonidos que, para él, es como si estuvieran a un volumen cien veces más alto que el que escuchas tú, ¿te imaginas? El exceso de luz le duele. Los cambios imprevistos le alteran. Con el tiempo has ido viendo que también tú sientes ahora algunas cosas con muchísima más intensidad que cualquier persona corriente.

Si tu enano escucha algunos ruidos multiplicados por cien, tú sientes una alegría multiplicada por mil con cada pequeño avance que vais logrando, cada milímetro que has ido avanzando en tu capacidad de comunicar con él. Los padres y las madres de los niños corrientes no llegan a llorar de alegría cuando su hijo les mira por primera vez a los ojos y aguanta, aunque sea diez segundos, el contacto visual. Tú si entiendes que la felicidad es eso. Él a su ritmo y tú, haciéndote.

Es un ritmo que también puede desbocarse si lo que tiene es asperger y le da por hablar de alguno de sus temas favoritos, entonces aquello es un torrente y te va a costar Dios y ayuda meter baza. A ti ya no hace falta explicarte que los autistas no son todos iguales y que tampoco todos son niños, claro.

Los niños crecen, y hay autistas adolescentes, hay jóvenes autistas y hay adultos. No todos son capaces de traducir a palabras lo que piensan, no todos tienen conciencia de sí mismos. No todos son asperger, como Raymond Babbit, el papel que hizo Dustin Hofman. Como Sheldon Cooper de The big bang theory. Como Temple Grandin, que no es un personaje de ficción sino una doctora en ciencia animal que dio título a un libro cuando le contó al autor que un autista se sentía como un antropológo en Marte.

“Las obras de Shakespeare”, le contó esta mujer a Oliver Sacks, el neuropsiquiatra, “me desconciertan, no soy capaz de entender qué pretenden Romeo y Julieta o las idas y venidas en que se pierde Hamlet. No comprendo las emociones de las personas que me rodean, ni sus ironías, sus metáforas o sus juegos. Casi siempre me siento como un antropólogo en Marte”.

De un paisaje, un cuadro, un autista dirá que es “bonito”, pero no que le conmueve. Le parecerá racionalmente integrable en unos estándares estéticos, pero no desatan en ella una emoción. Los adultos autistas han tenido que aprender a hacer su vida en Marte.

Aprenden a estrechar la mano cuando les presentan a alguien, aunque les no les guste el contacto físico; aprenden a decir frases rituales como “encantado de conocerle” o “¿qué tal está usted?”, a responder “me alegro”, aunque en rigor la frase no responda al estado de ánimo que, en realidad, sienten. A sonreír cuando los demás lo hacen, a mirar a la cara cuando hablan. Se dice que Nat King Cole cantaba en español aprendiendo cómo sonaban las palabras, aunque no les encontrara sentido porque aquello era ¡otro idioma!

Los autistas más invisibles, que son los adultos, imitan lo que hacemos los adultos comunes, no para sentirse ellos comunes, sino para que nosotros, tan incómodos ante la diferencia, ¿verdad?, les veamos un poco menos diferentes. Han hecho por incluirse ellos en nuestras formas, nuestros hábitos y nuestras expresiones. Lo que las organizaciones y asociaciones relacionadas con el autismo nos invitan a hacer hoy es poner un poco más de nuestra parte para facilitarles la inclusión sin pretender, ni aspirar, ni esperar que sean algo distinto a lo que son. Son autistas. Son diferentes.