El 26 de mayo de 1991, domingo de noche electoral, los dirigentes (de entonces) del PP y el PSOE echaban cuentas de los ayuntamientos que podrían gobernar los unos y los otros. Álvarez del Manzano se preparaba para estrenarse como alcalde de Madrid y Clementina Ródenas empezaba a despedirse de la alcaldía de Valencia. Un dirigente emblemático de la transición, Adolfo Suárez, anunció aquella misma noche su renuncia como líder del CDS, electoralmente descalabrado.
Otro dirigente emblemático, Julio Anguita, mostró su “serena alegría” por el avance que había cosechado Izquierda Unida. Al lado de éstos -que fueron los títulos principales que dejaron aquellas elecciones- una pequeña mención en las portadas daba cuenta del acontecimiento político-populista que se había consumado en la ciudad de Marbella.
Aquel domingo, Izquierda Unida y el PP habían sido barridos del mapa político municipal; el PSOE, que venía de gobernar, hubo de conformarse con cuatro de los veinticinco concejales en juego, arrollado por el huracán político encarnado en unas siglas y un apellido, Gil, o en estéreo, Gil y Gil, el promotor inmobiliario y presidente de club de fútbol -hombre faltón y verborreico- que había escogido esta ciudad en horas bajas, Marbella, como su próximo y gigantesco negocio.
Con la bendición de los votantes marbellíes que mayoritariamente lo encumbraron como mesías, Gil y Gil hizo realidad aquella noche el sueño de quien gusta con mezclar el poder y sus negocios: carta blanca para hacer, desde el ayuntamiento, lo que a él diera la gana. Trato de favor (previo pago) a quienes le rindieran pleitesía y ni agua a los adversarios. Justo un mes después de la abrumadora victoria electoral, una excavadora enviada por el nuevo alcalde derribó la vivienda del anterior, Francisco Parra. Era un aviso de lo que estaba por venir. La nueva Marbella repudiaba su pasado decadente y encomendaba su redención a una combinación clásica de la España costera: ladrillo y maletines, compra de voluntades para ser agraciado con adjudicaciones y licencias, concejales en venta que hacen la calle sin salir del despacho, máquinas de hacer dinero propio prostituyendo -en perjuicio de los vecinos- el consistorio. Marbella fue “Crematorio”.
Los métodos para corromperse y corromper no los inventó, claro, el gran demagogo: él sólo puso más empeño y más perseverancia que otros, extendiéndolos en todas direcciones, prometiendo (y prometiéndose) impunidad y atrayendo como publicistas de su gestión encomiable a famosos de verdad y famosillos de medio pelo. Gil y Gil traslado el despacho del alcalde al club financiero y condujo el ayuntamiento como lo que él entendía que era, su cortijo. La estructura de gobierno municipal fue sustituida, en la práctica, por su estructura de negocio. A la cabeza, él mismo (el gran animador mediático al que media España le reía las gracias); por debajo de él, el tipo más espabilado que se le había acercado nunca, un cartagenero desenvuelto que aún no había cumplido los cuarenta y que lo sabía todo de cómo mover y camuflar dinero.
A diferencia de Gil, Juan Antonio Roca nunca buscó la fama ni el halago. Él prefería trabajar fuera del foco, fuera del escaparate político. El poder no era salir en el telediario, el poder era que el alcalde absoluto delegara en ti las decisiones, el poder es diseñar los planes de ordenación urbana y manejar los convenios urbanísticos, el poder es que los interesados en construir o contratar con el ayuntamiento sepan que es contigo con quien hay que hablar, con quien hay que negociar, con quien hay que acordar el pago. Hay quien dice que al era Roca quien tenía al mismísimo Gil comiendo de su mano. Puede que al gran jefe no lo manejara, pero a todos los demás, sí. No le preocupaba saber el nombre de cada concejal, le interesaba saber su precio. Para saber por cuánto salía cada firma y cada votación, para poder calcular cuánto había que sacarle al constructor de turno, al proveedor municipal de turno, al corruptor que se diría a sí mismo “esto funciona así, si yo no pago lo hará mi competidor y se llevará él el contrato”.
La prueba más notoria de la eficacia del corruptor se llamó Isabel García Marcos, la voz del PSOE marbellí, látigo de Gil y de la corrupción, savonarola desatada en las crónicas marcianas. Cuatro años y 700.000 euros de multa le han caído a ella esta mañana. Se pasó a la familia corrupta que dirigía Roca e hizo causa común con él y con Marisol Yagüe cuando el ambicioso Cachuli cometió el terrible error de creer que había llegado a alcalde porque él lo valía y pretendió deshacerse del alcalde auténtico, Roca el de la gerencia de urbanismo, Roca el de los nueve teléfonos móviles, Roca el gran jefe ya en ausencia de Gil, el guardián del alcantarillado por el que navegaban los maletines y las bolsas de basura sobre los que se fue ensanchando Marbella. Gil no llegó vivo al juicio de la Malaya y eso convirtió a su capataz en la estrella del proceso y de la sentencia. De los cinco mil setecientos folios que ha escrito, letra a letra, el juez Godino, mil quinientos corresponden por derecho propio al consejero delegado de los mangantes. Suya es la pena más elevada. Prevaricación, cohecho, fraude y blanqueo. Once años de prisión y 240 millones de euros de multa.
La condena le dedica tantos folios como se esperaba pero bastantes menos años de cárcel de los que la fiscalía pedía. De treinta a once. De las ochenta y cuatro personas procesadas, cuarenta y tres absueltas. Para Tomás Reñones, Pedro Román, Montserrat Corulla, cómplices de los manejos de Gil y Roca, cuatro años y medio. Para Marisol Yagüe, alcaldesa efímera e infame, seis años de prisión. Dos para Julián Muñoz. Penas inferiores a un año para el resto. La mayoría de los empresarios procesados, absueltos. Entre las excepciones, el constructor Ávila Rojas, tres años y medio de prisión y once millones de multa.
Para el juez Miguel Ángel Torres, artífice de la investigación que culminó con la redada malaya, el de hoy habrá sido un día raro: ve rematado su trabajo, con el juicio y condena, pero ve también que buena parte de los nombres y los cargos que aparecían en su instrucción han sido despachados, por endebles, por el tribunal que ha juzgado. Siete años han pasado desde las primeras indagaciones hasta ésta que es la primera sentencia y que deja el castigo muy por debajo de lo que la fiscalía se había propuesto.
Veintidós años después de aquella noche electoral en que Jesús Gil y tal y tal, ganó en las urnas el más próspero y podrido de sus negocios.