EL MONÓLOGO DE ALSINA

El monólogo de Alsina: Hace diez años

Les voy a decir una cosa.

Una encuesta publicada hoy dice que a la inmensa mayoría de los españoles le parece que fue un acierto que el Príncipe y Letizia se casaran.

 

ondacero.es

Madrid | 22.05.2014 20:12

Peñafiel no está entre los encuestados. Bueno, y los príncipes tampoco. Que esto, al final, es lo que importa en cualquier matrimonio, ¿no?, que los contrayentes, diez años después, recuerden con satisfacción el día aquel en que dieron el paso. Diez años ya de la boda del Príncipe. Los profetas del apocalipsis que anunciaron que la pareja sería flor de un día o que la institución de la Corona cavaba su tumba al meter en palacio una plebeya (y divorciada) se han quedado compuestos y sin hoyo: es verdad que la institución no pasa por su mejor momento pero es por circunstancias ajenas a este matrimonio en concreto.

Diez años. Pronto se dice. De aquel día de perros en que la principesca buscó cobijo en la Almudena como Noe se refugió en el arca: diluviaba universalmente en Madrid y se recogió granizo en la Gran Vía, ¿se acuerdan? Éramos todos diez años más jóvenes. Cuántos niños que hoy nos estáis escuchando aún no habíais nacido. No había iPads hace diez años. Y nadie usaba el teléfono móvil para navegar por internet (lo más de lo más era saber enviar sms rápido). Como no había tabletas ni smartphones ni twitter, los asistentes a la ceremonia tuvieron que poner cara de que les interesaba lo que decía Rouco. Porque Rouco ya estaba, sí. Cuándo no ha estado Rouco. Como no había twitter pudieron ser felices los novios.

Hace diez años aún era Papa Wojtila, aún estaba Zaplana de pope en el PP, aún temía Rajoy a Aznar y aún no había descubierto Montoro el placer culpable que siente al subir impuestos. Hace diez años aún era relevante José Bono, aun no lo era Chacón, aún no era -sin más- Susana Díaz. Los militares españoles regresaban de Iraq. Venían los civiles ecuatorianos a encontrar trabajo. Los jóvenes se quejaban de lo caros que estaban los pisos mientras los propietarios de esos mismos pisos lo celebraban.

Obama era un parlamentario de Illinois, exótico (nacido en Honolulu de un padre keniano). Y Artur Mas aún no se había ido a vivir a 1714. Zapatero estaba por descubrir en toda su plenitud como nuevo jefe de gobierno. Los españoles le habían dado el sí quiero dos meses antes -no nos falles, no nos falles- y el líder socialista ejercía de rey del mambo, aclamado por la izquierda europea y amado por la izquierda española. Nunca como entonces le hicieron la pelota en su partido algunos que, ocho años después, negarían por tres veces haberle conocido sin necesidad de que cantara ningún gallo.

Hace diez años, cuando Felipe y Letizia se dieron el sí ante la mirada, que aún parecía inocente, de Iñaki Urdangarían (entre otros), los nuevos ministros cumplían su primer mes en el cargo: Carmen Calvo, Caldera, María Antonia Trujillo, cuántos recuerdos. A Zapatero le había sugerido Felipe -cuando sus sugerencias aún eran bien recibidas en el PSOE- que repescara a Solbes como ministro de Economía, para disgusto de Miguel Sebastián, ex futuro alcalde. “Mete un par de veteranos en el gobierno para que al personal se le pase el susto”, le dijo Felipe a Zapatero temiendo que hiciera un gobierno de canal Disney. Y así aparecieron, de nuevo, por la Moncloa María Teresa y Pedro, las panteras grises.

Solbes y Fernández de la Vega, las dos personas que, junto con el propio presidente, más veces dijeron que estábamos a salvo del embate financiero que causaría el reventón de las subprime y más repitieron aquello de “lo peor ha pasado ya” cuando lo peor aún no había llegado. El día anterior a la boda (la de los príncipes), Solbes se había visto con los gobiernos autonómicos para hablar de cuentas. Y el anuncio que hizo al terminar la reunión fue que iba a reformar la ley de la Estabilidad Presupuestaria, también conocida como ley del déficit cero.

“Hay que permitir excepciones”, explicó el gobierno, “porque el déficit, en sí mismo, no debe ser satanizado, depende de las circunstancias de cada región y cada momento”. Aunque aquella noticia no llegó a alcanzar gran realce en las primeras páginas de los diarios -entre Solbes hablando de dinero y un Príncipe hablando del amor, ya me dirás con qué te quedas-, estaba anticipando, sin saberlo, el veterano ministro el gran debate, el primerísimo asunto, que iba a ocupar a la Unión Europea los años venideros.

El equilibrio presupuestario como condición necesaria para un crecimiento sólido y sano; el déficit cero que Angela Merkel rebautizaría como regla de oro y que sería el marco argumental sobre el que construir la doctrina de la austeridad con la que Europa reaccionaría a la formidable crisis de deuda pública que  provocó la crisis financiera mundial (detonante, Lehman Brothers) y la primera política que ensayó la zona euro, que aunque ahora cueste recordarlo no fue de recorte sino de inversión pública, los planes de estímulo que inspiró Gordon Brown y que en España se encarnaron en aquella cosa llamada plan E para financiar obra pública de los ayuntamientos.

Hace diez años Solbes no alcanzaba a gozar de la popularidad que, para lo bueno y para lo malo, llegaría a tener hacia el final de la legislatura. Era visto entonces como el contrapeso necesario a la bisoñez del nuevo primer ministro y a su desinterés por las cuestiones económicas y el equilibrio entre ingresos y gastos. Incluso los populares, privadamente, admitían entonces que la incorporación de Solbes generaba tranquilidad y continuidad. Hoy la única idea fuerza en la campaña del partido que gobierna es ésta que dice: “como gane Valenciano vuelven todos estos”.

A tres días del desenlace europeo, la encuesta que hoy ha difundido el Real Instituto Elcano constata que la mayoría de los españoles admitimos poco o ningún conocimiento sobre los asuntos europeos y que a la mitad no le parece que sean importantes las elecciones del domingo. El raca raca éste de “no se están dando ustedes cuenta de lo mucho que nos jugamos” no ha calado (o colado) entre los ciudadanos. Seguramente porque la mayoría no identifica “Bruselas” -las políticas que nos impone Bruselas- con “el parlamento europeo”. Tiene lógica que así sea cuando la mayoría de dirigentes políticos, e infinidad de comentaristas, en nuestro país en estos cinco años han identificado Bruselas con Alemania y Alemania con la señora Merkel. Hasta concluir que en Europa se hace lo que diga Merkel sin más historias y sin más filtros.

Se presenta la política del ajuste como una imposición que los demás sufrimos, olvidando que el llamado pacto fiscal tuvo que ser ratificado en cada uno de los parlamentos nacionales de los países que lo hemos hecho nuestro -el Reino Unido y la República Checa no quisieron y se han quedado fuera-. Son los parlamentos que representan a la sociedad europea de cada nación los que abrazaron esa política, bendecida y afinada luego por el propio Parlamento Europeo. Pero contado así, como una decisión mayoritaria de los representantes de la sociedad a la que pertenecemos pierde el análisis mucha fuerza, ¿verdad?, porque arruina el discurso de la imposición, la prepotencia, el cuarto Reich y todo aquello.

Aunque sirva para entender mejor qué pinta cada institución, y cada uno de nosotros, en este camino siempre a medio hacer que llamamos la construcción europea