Dijo que habría urnas el nueve de noviembre y las ha habido. De cartón, cierto, y sin ninguna de aquellas garantías democráticas que tantas veces prometió, cierto también. Pero algo ha habido. Y a estas alturas a él le importaba ya poco que esas urnas fueran simuladas o ciertas, o cual fuera el escrutinio. El resultado que le importa es el del pulso por ponerlas. Y de ese pulso, habiendo asumido de viva voz (pero sin firmar un papel) que el responsable era él, habiendo desafiado a la fiscalía y habiendo bromeado con la idea de ser detenido, tiene motivos para sentirse ganador. Aunque sólo sea porque los análisis que con tanta insistencia se hicieron en la Moncloa y alrededores, “Mas nunca se atrevería a llegar hasta el final”, “frenaría a última hora”, “pediría árnica a Madrid”, se han revelado desnortados y fallidos; Artur Mas, ese hombre acorralado, decían, fracasado, cuestionado en su partido, abandonado por los empresarios, rehén de Esquerra, volvió a presentarse ayer ante sus multitudes (que son muy multitudinarias) como el profeta que ha visto confirmada su astucia y su audacia. Que se entere Rajoy de que en Cataluña se hace lo que nosotros decimos, ésta es la idea. Y que se entere Junqueras de que este proceso lo conduce él, Artur Mas, líder en solitario que ahora le va a decir a Esquerra que se sume de una vez a la candidatura conjunta para las elecciones anticipadas, y a ver cómo se va a negar Junqueras.
La mejor forma de establecer para qué sirve lo de ayer es preguntárselo al propio Mas. Pero no al de hoy, que está eufórico porque se superaron los dos millones de manifestantes y eso le ha permitido darle en los morros a Junqueras, sino al que hace do meses (tras la manifestación anterior, la de la V en Barcelona) fue entrevistado en Rac1. Aquel Artur Mas que por tres veces le dijo a Basté que el 9 de noviembre sería un éxito si la votación se producía con las garantías democráticas que hicieran de su resultado algo válido. Recordemos a aquel Artur Mas, reiterativo en su mensaje: “Este conflicto”, dijo, “termina con la sociedad votando, lo he dicho siempre, pero ha de hacerse con garantías democráticas para que el resto del mundo vea que el resultado refleja la realidad de este país. Porque si no hay garantías democráticas, le resultado no se va a dar por bueno ni aquí ni fuera”. Ésta era la clave, hace dos meses, para Artur Mas: que la consulta lo fuera de verdad para que saliera de ella un reflejo fiel de lo que quiere el país. Aplicando su propio argumento, y dado que él asume que lo de ayer, al final, no fue esa consulta con garantías que había planeado, habrá que concluir -como él mismo hacía el doce de septiembre- que el resultado no refleja la realidad del país. El escrutinio, a esos efectos, resulta irrelevante puesto que el sesgo es manifiesto entre los participantes: estaban mucho más predispuestos a participar quienes desean que la independencia que quienes prefieren que las cosas se queden como están. También lo decía Mas en aquella reveladora entrevista: si los del “sí sí” van todos a votar y los del “no” se quedan en casa, nadie se tomará en serio el resultado. En coherencia, habría de ser él mismo quien, ahora, no se lo tomara.
¿Para qué sirve entonces? Primero, para dar apariencia de registro científico a lo que, hasta ahora, sólo tenía carácter de estimación aproximada. Lo de ayer, en ausencia de las condiciones que definen una verdadera consulta, fue una enorme manifestación de voluntad. No distinta a las enormes manifestaciones de los últimos años, la “V” de este septiembre, la cadena humana del año anterior, la manifestación por el derecho a decidir de la Diada de 2012, la manifestación contra el Constitucional en 2010. En cada una de esas ocasiones lo que tuvimos fue la estimación de los convocantes. Ahora lo que tenemos es un recuento, sumados los manifestantes uno a uno, por los mismos convocantes. Participaron en la movilización dos millones doscientos treinta y seis mil ciudadanos. Demandaron la independencia un millón ochocientos seis mil. Una señora movilización independentista que empata -y seguramente no es casualidad- con el millón ochocientos mil votantes que en la última consulta con garantías (las elecciones de 2012) apoyaron a CiU, ERC, la CUP y Solidaridad por la Independencia. Sumados los cuatro, un millón ochocientos mil.
Hacer números resulta entretenido pero sirve de poco cuando hay poco nuevo que probar. El voto independentista, hoy, en Cataluña roza los dos millones de votantes. Incluyendo en ese voto a la gran mayoría de los votantes de Convergencia. El famoso recelo del electorado convergente a la posición abiertamente independentista empieza a ser una leyenda urbana. Obsérvese el liderazgo carismático de un Artur Mas que presume de haber votado “sí sí” y la ausencia de voces convergentes que discrepen del discurso oficial para concluir que, hoy por hoy, Convergencia no es otra cosa que Artur Mas. Ni hace falta refundarla como partido del president, ya lo es. En Convergencia se sigue a Mas a donde haga falta. En Convergencia nadie le reclama a Mas que se aplique el cuento del derecho a decidir y tenga a bien consultarles a ellos algo.
La suma de Convergencia más Esquerra más la CUP arroja una holgada mayoría absoluta en el Parlamento de Cataluña. No hace falta esperar a las próximas autonómicas, ya hoy es así. Ya hoy existe una mayoría parlamentaria de esas características, solo que Convergencia (aún de la mano de Unió) concurrió a aquellas elecciones prometiendo consulta, no independencia. Sólo eso permite dudar de que el Parlamento que representa a la sociedad catalana no sea mayoritariamente independentista. Y eso es lo que se pretende cambiar en el Parlamento que salga de las próximas: que la mayoría sea claramente partidaria de separarse de España, sea declarándolo por las bravas en la primera sesión de la nueva cámara (esto es lo que quiere Esquerra), sea abriendo la negociación con el Estado para fijar los términos de ese proceso (que es en lo que está hoy Artur Mas). Aquello para lo que no ha servido la movilización de ayer -ofrecer un reflejo real de lo que quiere Cataluña- está llamado a lograrlo la próxima cita con las urnas, la de verdad, las autonómicas: alumbrar un Parlamento de mayoría independentista al que nadie pueda discutir su condición de representante (reflejo) de la voluntad de los ciudadanos catalanes.
Los números no han cambiado -en realidad, no ha cambiado nada-, pero paso a paso van recorriendo los promotores de la independencia (y aunque sea sustituyendo ibérico por jamón de york -consulta real por manifestación en fila india-) su hoja de ruta. Para esto también sirve presentarse como aquel que le ganó el pulso al Estado, para insistir ahora -los ánimos renovados- en la misma idea de los últimos cuatro años: que el Estado debe aceptar que Cataluña merece condiciones distintas a las del resto de las autonomías, y condiciones fijadas no por nadie más que Cataluña misma. La elección que ansían Mas y quienes le acompañan en este camino no es entre marcharnos de España o quedarnos, la elección es entre marcharnos o quedarnos en las condiciones que nosotros fijemos. Eso incluye lo mismo un pacto fiscal, que una reforma de la Constitución que un referéndum que deje siempre la última palabra en manos de los catalanes y sólo de ellos. Al profeta que lidera el proceso, el reyArtur, se le van terminado las etapas previas. Cruzada la meta volante del 9-N, volver a plantear como objetivo el referéndum ya de poco vale. La meta que queda es la última. Las elecciones con el sí sí como bandera. Las elecciones -él dice plebiscitarias- en las que tanto la participación como el resultado son bastante menos previsibles que en esto de ayer.