UN PODCAST DE DANIEL RAMÍREZ GARCÍA MINA

Centenarios capítulo 6 | Guernica: Una infancia bombardeada

Viajamos hasta el 26 de abril de 1937, el día del bombardeo de Guernica, para conocer la historia de Esther que a sus 93 años sigue sin olvidar el estruendo de aquellas bombas.

ondacero.es

Madrid | 01.07.2021 14:12 (Publicado 01.07.2021 14:11)

El estruendo de una bomba sobrevive en el recuerdo para siempre. Pero, ¿qué pasa cuando una niña escucha caer una bomba tras otra durante horas? Ese ruido, entonces, posee el recuerdo en su totalidad.

En todas las imágenes, hay algo de ese ruido. Porque la niña, que se llama Esther y hoy tiene 93 años, habla de aquel 26 de abril de 1937 como si fuera ayer: el bombardeo de Guernica.

Guernica se deshizo. El ataque de los nazis a través de la Legión Cóndor acabó con un 70% de las construcciones. El mariscal Von Richtofen dijo que su comportamiento “maleducado” había “asolado literalmente” el pueblo. Más tarde, en los juicios de Núremberg, Hermann Göring reconoció que Guernica había sido un “blanco de prueba” para lo que llegaría con la Segunda Guerra Mundial.

La historia de una niña que acabó refugiándose en un caserío

Hoy viajamos a aquel día de la mano de una niña que salvó la vida por casualidad. Una niña que acabó encerrada en un caserío, por la tarde, junto a decenas de personas que rezaban sin parar. Antes, corrió por el campo mientras caían los proyectiles. Hasta que la rescataron.

Vayamos al principio: Esther nació el 27 de noviembre de 1927 en el seno de una familia de campesinos. Esther, hoy, por la mañana, está sentada en un banco de la Casa de la Misericordia, de Pamplona. De vez en cuando, mira al cielo. Cantan los pájaros, no hace frío, igual que aquel día.

En los años treinta, se mudaron a San Sebastián. Su padre consiguió trabajo de portero en un edificio del boulevard. Empezó la guerra. La ciudad era republicana, pero los sublevados poco tardaron en tomarla. Justo antes, Esther, sus padres y sus hermanos, marcharon a Guernica.

Eran muchos para vivir en casa de su tío el farmacéutico. Entonces, una de las familias pudientes del pueblo, la que regentaba un hotel con frontón y una cafetería, se ofreció a acoger a Esther. Les hacía mucha ilusión porque Luisa, su hija pequeña, tenía la misma edad que Esther.

Veían los partidos de pelota, correteaban entre la gente… Pero aquel 26 de abril, día de Mercado, cerraron la cafetería y el frontón. Entonces, Esther y Luisa, ya mejores amigas, salieron a dar un paseo. Se alejaron, caminando por la carretera, en dirección a la montaña. Las dos solas. Las dos intercambiando historias.

Dos milicianos y un palillo en la boca

Aquellos dos milicianos, que tendrían -recuerda Esther-, 17 o 18 años, les salvaron la vida. Habían escuchado ya las alarmas. Estaba a punto de comenzar el bombardeo. Y comenzó.

Las primeras bombas alcanzaron el casco urbano. Esther y Luisa corrían de la mano de aquellos dos chavales, que no sabían adónde llevarlas. Era impensable acercarse al pueblo.

Alemanes e italianos, en su siniestro experimento, lanzaron bombas incendiarias para generar un anillo de fuego que desbaratara cualquier escapatoria. Por fortuna, si es que hubo algo de fortuna en todo aquello, en Guernica se habían construido varios refugios antiaéreos debido al conocimiento de bombardeos anteriores en lugares cercanos. Eso evitó la masacre total. Eligieron escapar en dirección a la montaña, pero allí tampoco estuvieron seguros. Los aviones, en vuelo rasante, también ametrallaron a la población civil.

Suele decirse que los niños se adaptan a todo, que sonríen en las peores tragedias. Es un tópico muy manido, pero encuentra su verdad en relatos como el de Esther. De la mano de los milicianos, corriendo por la montaña, las dos niñas creyeron que aquello era un juego, una especie de yincana que consistía en la búsqueda de la familia. Esa familia que no sabían dónde estaba. Podía estar en un refugio, pero también entre los cadáveres que regaban las aceras de Guernica.

Esther cuenta que, entre las instrucciones que les dieron los milicianos, hubo una muy importante. Había que meterse un palillo en la boca. En vertical, para mantener a salvo los tímpanos del ruido de las bombas. Lo cuenta Esther, una vez más, como si fuera ayer, abriendo la boca y tocándose las orejas con las manos. Toda la tarde con el palillo en la boca.

"Había escuchado que los rojos no rezaban"

¿Qué piensa una niña cuando le dicen, “vamos a rezar, a lo mejor no salimos con vida”? En ese instante, entonces sí, el miedo comenzó a abordar a Esther. Un miedo un tanto irracional, una especie de pánico repentino.

Esther, su amiga Luisa y los dos milicianos entraron en un caserío a las afueras del pueblo. Se encontraron a decenas de personas rezando. En el suelo, en voz baja, susurrando. A Esther le sorprendió mucho aquella imagen. Desde niña, había escuchado que los rojos no rezaban. Esther se sentó… y comenzó a rezar.

Terminó el bombardeo. Luisa le dijo a Esther que debían ir a otro caserío cercano, que era propiedad de sus abuelos. Allí, Luisa se reencontró con su familia. Allí, muchas familias se reencontraron con sus hijos. Pero no Esther. Esther estaba sola. No aparecían sus padres ni sus hermanos. Tampoco su tío el farmacéutico. Todos estaban dentro del pueblo.

Esther se dio cuenta de que los padres de Luisa la miraban. “¿Y qué hacemos? ¿Qué hacemos?”, se preguntaban. Esther, pese a que el pueblo ardía en la oscuridad, siempre creyó en la supervivencia de los suyos. Confiaba en que pudieran haber alcanzado un refugio.

¡Esther! ¡Esther!

Guernica ardió toda la noche. No pudieron apagarla hasta el día siguiente. Los padres y hermanos de Esther, a duras penas, habían conseguido reunirse, como ella esperaba, en un refugio. Las fuerzas de seguridad los enviaron a Bilbao. En contra de la voluntad de todos, que querían quedarse para buscar a Esther. Pero no pudieron.

Seguía corriendo la noche. Cuando llegaron a Bilbao, de madrugada, la madre le dijo al padre: “Vuelve a Guernica y no regreses aquí sin tu hija”. Buena era mi madre, dice Esther. Y su padre, esa misma noche, fue a Guernica. Comenzó el camino andando: treinta kilómetros. Esther piensa que lo recogió algún vehículo.

Preguntó todo lo que supo, pero nadie sabía nada. Cuando el padre de Esther comenzó a buscar por la zona de los caseríos, Esther y Luisa se fueron a Guernica. Intentaron entrar a pesar del fuego, pero quienes custodiaban las puertas se lo prohibieron. “¡Está ahí dentro mi familia!”, gritaba Esther. No les dejaron pasar.

Cuando las dos amigas volvían al caserío, Luisa oyó unos gritos. Le pidió a Esther que intentara escuchar, a ver si distinguía lo que decían. Entonces, Esther, por fin, escuchó. Un hombre corría hacia ella, desde la oscuridad del camino.

"Esther sigue teniendo nueve años. Jamás olvidará el bombardeo de Guernica"

Cuando Esther llegó a Guernica, tenía nueve años. Sabe que era un pueblo muy bonito, pero no es capaz de describir sus calles ni sus plazas. Lo recuerda envuelto en llamas, como aquella noche en la que intentó pasar para buscar a su familia. A los niños de entonces les decían que el árbol de Guernica no se secaría y que el pueblo no se terminaría nunca, pero se terminó.

Esther no volvió a hablar jamás con Luisa. No volvió a saber de ella. “No te irás de nosotros”, le decía Luisa, pero Esther se fue con sus padres. Y nunca regresaron. Esther no sabe si Luisa vive, pero le encantaría sentarse frente a frente, como con nosotros esta mañana, y darle un abrazo, decirle que la quería.

Esther tiene 93 años. Ha sobrevivido a una guerra, al hambre de la posguerra, a la dictadura y a una pandemia. Esther sigue teniendo nueve años. Jamás olvidará el bombardeo de Guernica.