Este sector de artistas callejeros fueron en su día adorados por los propios mexicanos pero hoy han pasado a un segundo plano, aunque la crisis ha hecho que el número de organilleros haya aumentado en los últimos años.
Las calles ya no están llenas de gente mayor que se para a escucharles con nostalgia sino de jóvenes a los que no les interesa esta tradición del siglo XIX. A la competencia de bailarines de rap, mimos y músicos se suman las quejas de que el instrumento suena mal. Y es que algunas máquinas tienen más de 50 años y el sonido que emiten corresponde a su edad.
Además el organillo requiere destreza. Moisés no solo le da una vuelta a la manivela, tiene que hacerlo sin parar, lo que no es tan fácil por su peso y además, variar el compás entre una melodía y otra. Una práctica que pasa de generación en generación, como la zona en la que trabajan. Moisés muchas veces acude con su mujer. Su cuñada trabaja en otra zona privilegiada fuera de la catedral del centro histórico, un lugar que heredó de su madre.
El hijo de Moisés, Óscar, ocupa su lugar o el de su tía cuando ellos no pueden trabajar. Le apasiona su trabajo. Su sueño es ganar suficiente dinero algún día para comprarse un organillo nuevo, que suene bien, para atraer a la gente y poder seguir así con la tradición.