En plena Segunda Guerra Mundial, en la estación de tren de Ribadavia (Ourense), una mujer de aspecto menudo y sonrisa serena transformó la cantina del andén en un refugio secreto para quienes escapaban del horror nazi. Su nombre era Lola, conocida por todos como "la Taza", y junto a sus hermanas Amparo y Julia, tejió una red de resistencia humanitaria que salvó la vida de más de 500 personas.
Todo comenzó una noche de 1941, cuando un hombre escuálido, desorientado y mudo por el miedo apareció en la estación. A través de gestos, Lola entendió que necesitaba ayuda. Venía de un campo de concentración en Alemania. Sin dudarlo, ella lo escondió en su cantina, luego lo trasladó a su casa y finalmente lo condujo hacia la frontera portuguesa, abriéndole la puerta a una nueva vida en América.
Aquella acción no fue un hecho aislado, sino el inicio de una red solidaria clandestina que durante años se mantuvo en silencio.
La madre de todos
Lola no era una mujer cualquiera. Era una madre soltera en la Galicia conservadora de principios del siglo XX. Administró un casino, resistió la Guerra Civil escondiendo perseguidos, enfrentó juicios con valentía y repartió alimentos a presos políticos. Su nieto, el arquitecto Julio Tolosa, la recuerda como "una mujer trabajadora, guapa, con un corazón inmenso y una valentía que no cabía en su pequeño cuerpo".
"Mi abuela no hablaba nunca de lo que hizo. Su generosidad era silenciosa, absoluta", cuenta Tolosa, visiblemente emocionado.
Los refugiados pasaban unos días escondidos en su casa y en compartimentos secretos, tanto en la cantina como en el desván. Cuando era seguro, los trasladaban de noche hacia Portugal, en taxis conducidos por aliados como el Calavera o Rocha, o incluso cruzando el río en barca.
A cada refugiado, Lola le entregaba tres monedas de plata —los "Alfonsinos"— que atesoraba con esmero, para que pudieran alcanzar Lisboa, Tánger o Nueva York.
Una historia enterrada que vuelve a la luz
Durante décadas, esta historia quedó enterrada por el miedo. Fue gracias a un libro póstumo, Memorias de Ferro, que los nietos de Lola descubrieron la magnitud de lo que su abuela había hecho. El autor había prometido no publicarlo hasta después de su muerte, como respeto a la palabra dada a Lola.
Hoy, su legado empieza a emerger: Israel plantó un árbol en su honor en el Jardín de los Justos. Su nieto impulsa la creación de un museo-memorial en la casa familiar. Y la historia podría convertirse en serie para plataformas como Netflix.
Un reconocimiento que aún espera
Pese a las iniciativas ciudadanas, el reconocimiento institucional en Galicia ha sido tímido. Apenas una placa en la casa familiar y un intento fallido de nombrar una calle. Tampoco ha recibido todavía el título de "Justa entre las Naciones", que otorga el Estado de Israel a quienes arriesgaron su vida para salvar judíos. "No quiero pedirlo yo", dice su nieto. "Creo que debería hacerlo el mundo".