Roma, cuna del cristianismo, ha sido la fábrica de papas durante siglos. Francia y Alemania han dejado su huella en la silla de San Pedro. Pero España… España también tuvo sus propios pontífices. Y, sin embargo, pocos los recuerdan. No hay estatuas en su honor, no protagonizan frescos en la Capilla Sixtina, ni sus nombres resuenan en los sermones dominicales. Es como si la historia hubiera pasado de puntillas sobre ellos, silenciándolos.
Pero ahí estuvieron. Gobernaron la Iglesia, enfrentaron conspiraciones, tomaron decisiones que sacudieron la cristiandad y, en algunos casos, se vieron atrapados en las redes del poder terrenal, donde la fe y la ambición se funden en un juego peligroso. ¿Quiénes fueron? ¿Cómo llegaron a lo más alto de la Iglesia? ¿Por qué su legado parece desvanecerse en la memoria colectiva?
Nos sumergimos en los pasillos secretos del Vaticano y en las páginas olvidadas de la Iglesia para rescatar sus historias. Porque España no solo ha dado santos, inquisidores y cardenales poderosos… también ha dado papas. Y su historia merece ser contada.
Dámaso I: el papa que rescató la identidad cristiana
Dámaso nació entre los años 304 y 305, en plena persecución cristiana, en la provincia romana de Gallaecia, actual Galicia, aunque algunas fuentes sitúan su origen en la Lusitania, que actualmente es Portugal. Su madre, tras enviudar, se consagró a Dios, lo que marcó la vocación sacerdotal de su hijo. Desde muy joven, Dámaso se trasladó a Roma y comenzó a servir en la iglesia de San Lorenzo, ganándose un nombre dentro del círculo eclesiástico. Su carrera lo llevó a convertirse en secretario de los papas Liberio y Félix II, en un periodo especialmente turbulento para la Iglesia.
El año 366 marcó un punto de inflexión en su vida. La muerte del papa Liberio desencadenó una feroz lucha de poder dentro del clero romano. Dos facciones se disputaban el trono papal: una apoyaba a Dámaso, mientras que la otra respaldaba al diácono Ursino. Lo que comenzó como una rivalidad teológica, pronto degeneró en violencia abierta. Se produjeron enfrentamientos en las calles, e incluso matanzas dentro de las propias iglesias. La intervención del emperador Valentiniano I fue determinante para consolidar la posición de Dámaso, quien, a pesar de las acusaciones de corrupción e incluso de asesinato, logró establecerse como único pontífice legítimo.
Su papado, que se extendió hasta el año 384, fue clave para la consolidación del cristianismo en Occidente. Dámaso I entendió que la Iglesia necesitaba una base doctrinal firme para sobrevivir a los desafíos de su época. Combatió con determinación las herejías que amenazaban la unidad cristiana, como el arrianismo, el priscilianismo y el apolinarismo. Pero su mayor legado no fue solo teológico, sino también cultural.
Su pasión por la historia y la arqueología lo llevó a rescatar las tumbas de los primeros mártires cristianos, ocultas en las catacumbas de Roma. Dámaso no solo ordenó su restauración, sino que también compuso inscripciones poéticas en su honor, grabadas por el calígrafo Furio Dionisio Filocalo. Gracias a él, la memoria de aquellos cristianos perseguidos no se perdió en el olvido.
Pero si hay un hito que definió su pontificado, fue su relación con San Jerónimo. Comprendiendo la necesidad de unificar las Escrituras, Dámaso le encargó la traducción de la Biblia al latín. Nacía así la Vulgata, la versión que sería utilizada durante siglos como el texto bíblico oficial de la Iglesia.
Dámaso I falleció el 11 de diciembre del año 384, dejando una Iglesia más fuerte y cohesionada. Su influencia se extendió mucho más allá de su tiempo, marcando el camino para la Iglesia medieval y la liturgia cristiana que hoy conocemos. Canonizado tras su muerte, su fiesta se celebra cada 11 de diciembre, y su figura sigue siendo reverenciada, especialmente entre arqueólogos e historiadores de la Iglesia.
Más de 1.600 años después, su legado sigue vivo en cada misa y en cada página de la Biblia que ayudó a preservar. La historia del primer papa español no es solo la de un líder religioso, sino la de un hombre que comprendió el poder de la palabra escrita y de la memoria histórica para forjar el destino de la fe cristiana.
Calixto III: el ascenso del primer Borja al poder papal
Calixto III fue el primer pontífice de la poderosa familia Borja, cuyo legado trasciende lo meramente religioso y se adentra en el terreno del poder y la geopolítica.
Su historia comienza en el Reino de Valencia, donde nació en 1378 bajo el nombre de Alfonso de Borja. De orígenes modestos, hijo de un pequeño terrateniente, su destino parecía lejos de los fastos de Roma. Pero su inteligencia y su capacidad para la diplomacia lo convirtieron en una figura clave dentro del entramado eclesiástico. Tras doctorarse en Derecho Canónico en la Universidad de Lérida, comenzó su ascenso político al servicio de la Corona de Aragón, desempeñando un papel crucial en la política del rey Alfonso V el Magnánimo.
El gran reto de su carrera llegó con el Cisma de Occidente, una crisis que durante décadas había fragmentado la Iglesia entre varios papas rivales, con sedes en Roma, Aviñón y Peñíscola. En un escenario eclesiástico dividido, Alfonso de Borja se erigió como uno de los arquitectos del fin del conflicto. Su participación en las negociaciones que lograron la abdicación del último antipapa, Clemente VIII, le valió el reconocimiento del Vaticano. Su lealtad y habilidades diplomáticas no pasaron desapercibidas para el Papa Martín V, quien lo recompensó con el nombramiento de obispo de Valencia, y más tarde, cardenal en 1444.
El 8 de abril de 1455, ya anciano y con 77 años, el cónclave lo eligió Papa. Tomó el nombre de Calixto III y, a pesar de su avanzada edad, asumió el cargo con una energía inusitada. Su pontificado tuvo un objetivo primordial: la lucha contra el Imperio Otomano. Solo dos años antes, en 1453, Constantinopla había caído en manos de los turcos, un golpe devastador para la cristiandad. Calixto III convirtió la recuperación de la ciudad en una obsesión, organizando una gran cruzada para frenar el avance musulmán en Europa.
Su estrategia incluyó llamamientos a las potencias cristianas, indulgencias para quienes participaran en la contienda y el uso de los recursos de la Iglesia para financiar la guerra. Sin embargo, los reinos europeos, sumidos en sus propias disputas, hicieron caso omiso a su llamado.
Pero su papado no solo se enfocó en la guerra contra los turcos. También consolidó la autoridad papal en los Estados Pontificios, reforzó la estabilidad política en Italia y rehabilitó la figura de Juana de Arco, anulando su condena como hereje y contribuyendo a su posterior canonización.
Sin embargo, si por algo se recuerda a Calixto III es por haber abierto la puerta al nepotismo en el Vaticano como una estrategia de poder. Elevó a sus familiares a posiciones clave, beneficiando especialmente a su sobrino Rodrigo de Borja, a quien hizo cardenal y que años después se convertiría en el infame Papa Alejandro VI. Con ello, sembró la semilla de una dinastía que marcaría la historia del papado y la política europea.
Calixto III falleció en 1458, dejando un legado controvertido. Fue un papa que intentó, sin éxito, movilizar a la cristiandad contra los turcos, pero que supo cimentar el poder de su familia en Roma. Con él comenzó la era de los Borja en el papado, una etapa de luces y sombras que aún hoy sigue despertando fascinación.
Alejandro VI: el papa que convirtió la Iglesia en un juego de poder
El papado de Alejandro VI, nacido como Rodrigo de Borja en 1431 en Játiva, es una de las páginas más escandalosas de la historia del Vaticano. Último papa español y, sin duda, el más polémico, su vida estuvo marcada por el lujo, las intrigas y un ejercicio del poder que hizo de la Iglesia un escenario de ambición desmedida.
Su ascenso no fue fruto del azar. Sobrino del papa Calixto III, creció bajo la protección de su influyente tío, quien se aseguró de allanarle el camino en la Curia romana. Desde joven destacó por su astucia política y su facilidad para tejer alianzas, lo que le permitió acumular beneficios eclesiásticos y ser nombrado cardenal a los 25 años. Pero su mayor talento no fue el teológico, sino el estratégico: supo jugar sus cartas en un mundo donde la Iglesia y la política eran dos caras de la misma moneda.
En 1492, tras la muerte de Inocencio VIII, Rodrigo Borja libró una feroz batalla por el papado. Roma se convirtió en un hervidero de sobornos, promesas y pactos ocultos. Su fortuna personal y su red de apoyos le aseguraron la victoria en un cónclave dominado por la corrupción. Así, con 61 años, asumió el trono de San Pedro bajo el nombre de Alejandro VI. Su elección no fue vista con buenos ojos por muchos sectores de la Iglesia, que temían su ambición y su tendencia a anteponer los intereses familiares al bienestar de la cristiandad.
Su pontificado fue un reflejo del Renacimiento, una época de esplendor artístico y turbulencias políticas. Su mayor éxito diplomático fue el Tratado de Tordesillas (1494), que dividió el Nuevo Mundo entre España y Portugal, sentando las bases del reparto colonial. También reforzó el poder de los Estados Pontificios mediante campañas militares, consolidando la hegemonía del papado en Italia. Su hijo César Borgia, convertido en príncipe y general, fue pieza clave en su estrategia expansionista, mientras su hija Lucrecia desempeñó un papel fundamental en las alianzas matrimoniales que fortalecieron el dominio de los Borja.
Pero si algo define su legado es la corrupción y el nepotismo. Alejandro VI no solo tuvo hijos —algo impensable en un papa—, sino que convirtió a su familia en un verdadero clan de poder. Su hijo César, despiadado y ambicioso, eliminó a sus rivales con métodos que iban desde la guerra hasta el veneno. Por su parte, Lucrecia, su única hija, utilizada como moneda de cambio en los juegos de alianzas, se convirtió en una figura envuelta en rumores de incesto y asesinatos. La corte papal, más parecida a la de un monarca renacentista que a la de un líder religioso, fue escenario de orgías, conspiraciones y excesos.
Sin embargo, su influencia no se limitó a la política. Alejandro VI también fue un gran mecenas del arte y la arquitectura. Durante su papado, Roma vivió un periodo de esplendor, con la construcción de monumentos, el embellecimiento de iglesias y la contratación de artistas como Pinturicchio, quien decoró los apartamentos Borgia en el Vaticano.
Su reinado llegó a su fin en 1503, en circunstancias que siguen envueltas en misterio. Murió repentinamente en un contexto de envenenamientos y traiciones, lo que alimentó las teorías de que había sido asesinado. Su cadáver, abandonado en una sala del Vaticano, se descomponía con rapidez, como si su propio legado estuviera destinado a desmoronarse con la misma intensidad con la que había gobernado.
Alejandro VI sigue siendo el papa más controvertido de la historia española. Para algunos, fue un líder visionario que fortaleció la Iglesia y modernizó Roma. Para otros, el símbolo de la decadencia papal, un pontífice que convirtió la sede de San Pedro en un tablero de ajedrez donde solo importaba el poder. Lo cierto es que, cinco siglos después, su nombre aún resuena con la fuerza de una leyenda.