La tecnología ha revolucionado la medicina de una manera apasionante, desde que, por ejemplo, se descubrieran los rayos X en 1895 o se implantara el primer marcapasos en un corazón en 1952. Hoy la innovación tecnológica también habla en lenguaje médico y las aplicaciones directas se multiplican. Muchos de los descubrimientos son militares, enfocados ahora hacia la vida civil y por ejemplo la robótica, aplicada a los exoesqueletos, forma parte de un programa de los marines norteamericanos con el propósito de aumentar su rendimiento. En Europa su uso comienza a ser hospitalario y los expertos pronostican que en cinco años estarán en casi todos los centros públicos de rehabilitación para el tratamiento de daños neurológicos o medulares.
Otro de los campos en los que la tecnología ha encontrado su nexo con la salud es la nanomedicina, con tres grandes áreas de aplicación: las técnicas de análisis y diagnóstico, con dispositivos cada vez más pequeños y eficaces, capaces de diagnosticar enfermedades de forma temprana a partir de muy pocas moléculas o células, la liberación controlada y dirigida de fármacos, algo especialmente útil en tratamientos oncológicos y la medicina regenerativa, que persigue la restauración de las funciones celulares, la replicación de tejidos e incluso la implantación de órganos artificiales con tecnología 3D.
Y tampoco podemos dejar de hablar de la tecnología aérea pilotada remotamente, los famosos drones, que comienzan a emplearse en la vida civil y en los que la medicina ha encontrado una vía única para, por ejemplo, recoger muestras en lugares inhabitados, selváticos, de difícil acceso o de riesgo.
El uso de estas tecnologías plantea, dicen los investigadores, un debate ético y es el de los límites. Una cuestión que resuelven apelando a la idea de que nunca el fin puede justificar según qué medios e insistiendo en que la última línea roja es la de la dignidad humana. Para bien o para mal, lo cierto es que la ciencia parece no tener más límites que los de la imaginación humana y si no, siempre nos quedarán los clásicos y cuál mejor, para el tema del que hablamos hoy, que 'El viaje alucinante' de Isaac Assimov.