De hecho, fue presidenta la Junta y secretaria general del PSOE andaluz cuando el escándalo crecía en dimensión. Como lo consiguió, no lo sé, porque fue consejera; pero no está en la lista de los responsables ni de los ejecutores del fraude. Y nadie le ha dicho eso que se dice de los demás miembros del gobierno: que tenía que conocer las fechorías del escándalo.
Políticamente es otra cosa. Desde las primarias que la enfrentó a Pedro Sánchez, la opinión publicada la vio en la cuerda floja. Y desde que perdió la Junta, mucho más, porque perdió la aureola de ganadora. Su futuro depende de que la actual dirección del PSOE quiera borrar toda sombra de un periodo manchado por el dispendio y el descontrol y, por extensión, le toque ser símbolo del cambio ético. Depende también de que haya un líder nuevo, o una lideresa nueva, de trayectoria que no suscite dudas en el electorado. Y depende de que Sánchez, si sobrevive también, la tenga en su lista de cadáveres futuros, por convicción o por imposición de sus aliados: el Podemos andaluz no tiene a Susana Díaz entre los políticos más queridos. En resumen, por la sentencia no hay por qué sacrificarla. La política de partido es otra cuestión.
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