Madrid |
Se han agotado las mascarillas en las farmacias españolas. Y ha cundido el temor a la fiebre amarilla. Creíamos que se trataba de una enfermedad remota, pero el brote letal que ha aparecido en Italia convierte el problema de los chinos en el problema de nosotros. Porque los italianos se parecen mucho a nosotros y hablan parecido.
¿Cómo diferenciarlos? Podríamos recurrir a los criterios étnicos de la alcaldesa de Vic. Ya sabéis que Ana Erra, así se llama, sabe reconocer por su aspecto al catalán autóctono. ¿Sabrá reconocer al italiano genuino?
Lo digo porque la sinofobioa puede engendrar ahora una italianofobia. Quizá vayamos menos a las pizzerias. Y quizá recelemos de acudir a los lugares que frecuentan los italianos expatriados. Bien observados, son distintos a nosotros.
Gesticulan más, desde luego. Como si hablaran el lenguaje de los sordomudos al mismo tiempo que hablan y escuchan. Y tienden a fingir las faltas que se producen dentro de área. Los varones se remangan muy bien las camisas, por ejemplo. Y las mujeres tienden a levitar, propenden a la evanescencia. Se regustan.
No son criterios infalibles. Pero la mejor virtud del italiano para eludir la persecución es desarrollar su mejor mecanismo de supervivencia, o sea, el transformismo. El italiano es una criatura adaptativa. Y sabe mimetizarse con el hábitat. No tomándose nunca en serio del todo, desdramatizando. Por eso no habrá nunca ni un virus ni una purga capaces de extinguirlos. Afortunadamente.