Se relame en su papel arrogante una mezcla de guardiolismo y mouriñismo que explica la polarización de la opinión pública. Esa soberbia escénica se antoja a una manera de adquirir personalidad, no por el camino de las esencias sino de las apariencias.
Impertinente, chulesco, no le gustan los periodistas ni viceversa, conviene aclarar. Y sí se gusta a si mismo su magnífico aspecto físico , a sus casi 50 años tiene que ver con la vigorexia y la obsesión corporal. Se jactaba hace unos días de tener unos indicadores biológicos y atléticos parecidos a los jugadores de la selección.
Fue ya uno de ellos y su imagen con la cara partida, el codazo de Tassotti, representó para el imaginario español la canonización del icono de la frustración de un equipo maldito y desvalijado, que nunca pasaba de cuartos.
Lejos de aquella hemorragia, la euforia contemporánea de Luis Enrique en su plenitud llega al extremo de que podría seleccionarse a si mismo, alinearse como titular.
No digo que sea mal entrenador, todo lo contrario, lo ha demostrado más que en La Roma en el Barça, una experiencia que indignó al madridismo.
Luis Enrique lateral y extremo en el Bernabéu había cambiado de orilla o porque era un antídoto federativo a la espanta de Lopetegui.
No cabe mayor contrafigura al perfil bajo bonachón de Vicente del Bosque ni mayores garantías a la crispación, pero tener claro que la gloria o la tragedia de Luis Enrique dependen de una cuestión tan prosaica como los resultados. Y detrás de un 6-0 lo único que existe es la unanimidad.