Inés Arrimadas ha cuajado, para entendernos. Y ha sobrepasado el escepticismo que suscitó su llegada. Porque parecía una frágil nieta de Audrey Hepburn. Y porque los clichés del heteropatriarcado receleban de su corpulencia política y dialéctica. Una niña bonita. Una jerezana que llegaba a la política recién descendida del alazán.
Y ha sabido Arrimadas romper con la condescendencia ajena -qué mona, qué vocecita- y engallarse en los momentos más difíciles. Ha defendido el fuerte del ataque comanche. Una portavoz sólida con un discurso impopularísimo. Liberal, europeísta, constitucionalista. Todo lo contrario de Anna Gabriel, para entendernos.
Porque media entre ellas un antagonismo perfecto. En el peinado y en la indumentaria, pero sobre todo en las ideas. Caos contra orden. Activismo contra pudor institucional. Subversión frente a escrúpulo jurídico.
Abogadas son las dos. Y las dos tienen orígenes andaluces, pero el acento jerezano que el subconsciente proyecta en Inés Arrimadas tanto reivindica su mestizaje -estudió en Sevilla, sus padres nacieron en Salamanca y ella se recrió en Barcelona- como irrita a sus adversarios.
Confesados, como todos los exponentes de Junts pel Sí. Y menos confesables, como Iceta y García Albiol, pues ocurre que Arrimadas ha subordinado al PSC y a los populares. Y ha marcado terreno incluso respecto al liderazgo omnímodo de Rivera.
Quiere decirse, señores, señoras, que Arrimadas es ya una realidad política autónoma y emancipada. Y que el ego de Albert tiene razones para sentirse inquietado.