Fue su 23F, no somos originales en la analogía. Pero es cierto que se revistió de gravedad y de legitimidad para neutralizar no un golpe de estado militar, como su padre, pero sí un golpe de estado civil, urdido para cuestionar la unidad territorial.
Y respondió con autoridad a la pregunta que lo acechaba. ¿Para qué sirve el rey? Ya se ocupaban de restregársela los nacionalistas, los exponentes de Podemos y el área republicana de la Carrera de San Jerónimo. Y no estuvo demasiado clara la respuesta en los primeros años del relevo monárquico.
Porque a la Corona le habían hecho daño los excesos de Juan Carlos y el escándalo del caso Noos. Y porque parecía que Felipe VI se resignaba a justificarse, escrutado por los ciudadanos y los medios, constreñido a una posición no de monarca, sino de figura decorativa.
Se despojó de los complejos la noche del 3 de octubre, de tal forma aquellos seis minutos han sido los más importantes de sus 50 años. Felipe VI corregía la indolencia marianista. Hacía vale la Constitución y la misión integradora de la Corona. Recuperaba la credibilidad de la institución. Y la reputación entre los compatriotas.
La última manera de acercarse a ellos no ha sido un trance solemne ni una intervención de bombero, sino una concesión a su intimidad. Propaganda de una familia feliz. Y de una familia como todas en sus ritos domésticos, aunque ninguna familia de las nuestras aloja una niña de 12 años a que impresiona observar entre el escalofrío y la ternura. Porque será reina. Y van a imponerle el toisón de oro para que no lo olvide.