El 18 de enero de 2003 abonó quinientos y pico euros en Serviprint; el tres de marzo de ese año, ochocientos cincuenta; el 29, mil ciento cincuenta. Raro era el mes que no aparecía por la imprenta para encargar o recoger algún encargo. La frecuencia de los pagos a esta empresa de impresión especializada en carteles de gran tamaño no se le pasó por alto al juez Fernando Andreu, que una vez que tuvo al consejero delante esta mañana, para ser interrogado, le mencionó esta afición suya por la cartelería. Dado que la tarjeta, según dicen los que la tuvieron, sólo la usaban para gastos derivados de su condición de consejeros, ¿acaso entre sus misiones estaba la de empapelar las paredes de la sala del consejo, por eso encargaba tanta papelería? Va a ser que no, señoría, debió de responder Torres Posada, el ex consejero, va a ser que debemos considerar el concepto de gastos de representación en sentido amplio. ¿Cómo de amplio?, se pregunta el juez. Muy amplio, muy amplio, amplísimo. Tanto que por representación de la Caja entiende el ex consejero imprimir carteles y octavillas de la UGT y pagar los viajes y las comidas de los delegados sindicales. ¿Me está diciendo que gastos del sindicato se pagaban con la tarjeta black de la caja? “Va a ser que sí, señoría, va a ser que sí, pero conste que todo era perfectamente conocido y controlado”. ¿Controlado por quién?, debió de preguntar el juez. “Controlado” por el propio sindicato, claro.
La declaración que hoy prestó Rafael Eduardo Torres, consejero de la Caja a propuesta de la UGT, confirma que así como algunos tarjetistas usaban el surtidor de dinero ajeno para pagarse gastos propios, algunos otros lo empleaban para financiar a sus organizaciones. Así como José Ricardo Martínez, líder de la UGT madrileña, usaba la tarjeta para comer gratis todos los días, pagar las entradas del zoo, o los videojuegos, o comprar en el Hipercor los regalos de Navidad, su compañero Torres se ocupaba de usarla para abonar carteles y viajes del sindicato. Con el conocimiento y la bendición, dice él, de la Ejecutiva del sindicato. Porque él era (y es) un hombre de UGT sabedor de que es al sindicato al que le debe su presencia en ese consejo de administración y al que debe hacer llegar el dinero al que, en condición de tal, tenga acceso. Ésta es, al final, la diferencia que, puertas adentro, han establecido siempre los sindicatos respecto de sus consejeros en la caja: no es lo mismo, para ellos, quien usa el dinero de la caja para su bienestar personal que quien lo usa para el bienestar de la organización sindical. No es lo mismo, para ellos, exprimir la ubre de la caja en beneficio propio que exprimirla en beneficio del sindicato, aunque sea la misma ubre de la misma vaca: el dinero de los impositores.
Los tarjetistas, todos ellos, han sostenido siempre que sus gastos eran consecuencia de su condición de consejeros: ya se sabe, ser consejero comporta una infinidad de obligaciones -tienes que andar invitando a comer a la gente, tienes que viajar, cambiar de traje, tienes que comprar muchos libros de gestión de banca- es tan oneroso el cargo que verdaderamente era una faena que te hicieran consejero. Cuesta entender, ¿verdad?, que todos perdieran el... trasero por serlo. Pero desde el momento en que estalló este escándalo, lo que mosqueó a los direcciones nacionales de los sindicatos no fue que sus consejeros tuvieran tarjeta (como nunca lo fue el cobro de dietas o los complementos salariales de los delegados fruto de los acuerdos con Blesa), lo que les mosqueó fue no estar al tanto de la mayoría de esos gastos, es decir, que habiendo manado guita de la ubre, el sindicato se hubiera quedado a dos velas. Qué deslealtad a la organización usar la black para comprarse videojuegos en lugar de para aliviar las cuentas del sindicato, ésta es la historia. Torres ha sido el primero en informar de que la famosa tarjeta -no pares, sigue sigue- era una fuente de financiación encubierta de la organización a la que él pertenece. Habiendo estado en ese consejo de administración personas propuestas (no quieren que se diga representantes) de sindicatos, patronales y partidos políticos -todas ellas organizaciones- es obligado preguntarse (se lo va a ir preguntando el juez) si alguna más, como ahora admite UGT, encontró en Caja Madrid un chollo para sacar dinero sin rendir cuentas a nadie. Es obligado preguntárselo y tener respuesta, de las organizaciones y de quienes tienen y ejercen en ellas responsabilidades.
Los jueces depuran responsabilidades ajenas pero los jueces, los tribunales, tienen también responsabilidades propias. Si la Audiencia Nacional equivocó el criterio al ordenar la puesta en libertad de etarras que habían cumplido penas de cárcel en Francia (aquella cuenta errónea sobre los descuentos) el Tribunal Supremo habrá de establecer ahora quién se columpió ayer al difundir la anulación de aquella decisión equivocada antes de transmitir a la policía la orden de detener al etarra Plazaola. Que el terrorista habría de ser detenido y enviado de nuevo a la cárcel era algo conocido desde que el Supremo decidió en enero que otro etarra en idéntica situación, Santi Potros, debía ser encarcelado porque aún le quedaba pena. En este tiempo, y según Interior, a Plazaola se le ha tenido discretamente vigilado. Sabiendo en cada momento dónde estaba, pero sin orden aún, claro, para proceder a detenerlo. Ayer estaban los agentes en disposición de echarle el guante al etarra, aguardando que llegara la orden de detención y en la confianza de que tenerla antes de que el terrorista se evaporara. La anulación de su excarcelación se produjo a las 12.30 de la mañana, pero la orden de detenerle no llegó hasta las cinco y media. Y entre tanto se concentró el club de fans de Plazaola en la puerta de su casa para entorpecer la eventual detención y facilitar el escaqueo. Tampoco había que ser Houdini para evaporarse ante los ojos de los agentes: con el gentío en la puerta, podía escabullirse entre los suyos, podía largarse en un coche por el garaje, podía podía podía. Y pudo, claro.
Supo de la decisión del Supremo antes de que la policía recibiera la orden de detenerle. Una filtración en el ámbito jurídico, la ha llamado Carlos Lesmes, el presidente del Supremo que ha de hacerse responsable, en última instancia, de cuanto suceda en la institución que él preside. Esta vez tiene razón Fernández Díaz, el ministro. Si el Supremo se demoró en emitir la orden de detención o se precipitó en comunicar a las partes la decisión de que cumpla el resto de la pena es cosa de Lesmes, no del ministerio. Responsabilidad del ministerio, eso sí, es hacer lo posible, ahora que ya tiene la orden, para encontrar al pájaro que voló del nido, echarle el mano y llevarle de regreso a la jaula.