No debe de ser fácil sentirse satisfecho determinados trabajos. Para un actor, el éxito absoluto encarnando un personaje reconforta profesionalmente tanto como inquieta, por lo que ata.
El payaso triste.
Gandolfini trabajó en el teatro, hizo cine e hizo televisión. Interpretó más de cincuenta personajes distintos. Pero cuando anoche se supo de su muerte la noticia fue que se había muerto Tony Soprano. Tal vez la excelencia profesional en ese oficio consista en eso: en alcanzar una identificación tal entre el actor y el personaje que no quepa imaginar a éste encarnado por ninguna otra persona.
La vida del actor se terminó anoche en Italia como terminan todas las vidas, en un instante. El instante que separa la última escena de la serie de la pantalla a negro que, en su día, descolocó tanto a sus millones de seguidores. No había gran sorpresa final, sólo una cena en familia de la que, de repente, dejamos de saber qué más le pasa. Cuando esperas que pase algo, nada pasa. Cuando no lo esperas, sucede.
El último episodio fue un “hasta aquí el relato” como el primero había sido un “aquí le tienen, éste es Soprano, el mafioso que acude a la psiquiatra porque se desplomó junto a la piscina víctima de un colapso”.
Los patos que criaron en el jardín de delincuente. Mafioso violento, obsesivo y emocionalmente vulnerable con esposa, con hijos, con una madre insufrible y con tío también mafioso. La escena en la que Galdonfini, muerto anoche, interpreta a un hombre que se siente morir. Iba camino de Sicilia, al festival de Taormina, cuando el final de su vida le cortó el paso.
La crónica de España en este último día de la primavera habla de la libertad recuperada de un ex banquero, a quien dio tiempo a que se le enfriara la sopa en casa, aunque no tanto como algunos preveían; habla de la imputación formal a un futbolista (algo más que un futbolista, una estrella) por haber ocultado, presuntamente, a Hacienda ingresos propios que hizo pasar como rentas de terceros; habla de una institución, la Agencia Tributaria, que aún no ha cumplido con su obligación pendiente de explicar a la opinión pública cómo acabaron pisos y fincas adjudicados a una infanta; habla de otras dos instituciones, sindicatos de clase y mayoritarios, que tiran de victimismo ( nos atacan) en respuesta a un auto judicial que les acusa de haber utilizado el entramado de los EREs para financiarse de manera ilegal -esto también es corrupción, presuntamente-; y habla, en fin, la crónica del día de un matrimonio, temporal y de conveniencia, que a esta hora termina de consumar su enlace en la Moncloa. Rajoy y Pérez Rubalcaba han echado una firma al papel que ellos mismos redactaron a una semana vista, como estamos, del Consejo Europeo (o cumbre decisiva, como ustedes prefieran).
El líder del PSOE, en el edificio de la Moncloa que conoce como la palma de su mano y a donde a estas alturas (y viendo lo que se va cociendo en su partido) ya habrá descartado regresar, salvo de visita. Oficialmente, Rubalcaba no pisaba el Palacio desde mayo de 2012. “Oficialmente”, porque dado el gusto de Rajoy por la hidden agenda , las reuniones secretas, igual ha estado por allí más a menudo de lo que sabemos. Esta tarde tocaba foto y firma del texto del acuerdo, sin notario que levante acta porque el pacto está lejos de ser un contrato.
En realidad, no pasa de ser la puesta en escena de una convergencia que se ha ido produciendo en el último año respecto de la política económica que conviene hacer en Europa. Lo que han firmado, en realidad, es una cláusula suelo, un mínimo. Por mucho que baje el grado de entendimiento entre los dos partidos, por debajo de esto (postura común ante el consejo europeo) no puede quedar.
Es un acuerdo sólo para esto y sólo porque esto no compromete a ninguno de los dos firmantes ante sus parroquias respectivas. Rubalcaba siempre ha defendido que Europa debe volver a la inversión pública como estimulante (aunque sea a costa de aumentar la deuda y aplazar lo del déficit cero) y Rajoy ha llegado a ese mismo puerto al cabo del viaje que ha realizado desde Berlín a la socialdemocracia. El toque socialdemócrata que el gobierno admite estarle dando -desde hace meses- a su discurso. Ayer mismo, en la presentación de la reforma de las administraciones se pudo ver a este Rajoy en acción: dijo que hay que acabar con el mito de que nuestro gasto público es muy alto (le faltó decir “no es problema de gasto, sino de ingresos” para parecerse definitivamente a Rubalcaba).
Otros países de nuestro entorno tienen más gasto en proporción a su PIB. ¡Es Un mito que el Estado gaste demasiado!, dice (ahora) Rajoy, aunque él mismo se ocupara de alimentar el mito cuando no gobernaba. No consta que Rajoy haya convencido aún a Rubalcaba para que se sume, él también, al broteverdismo eufórico que tiene poseído al gobierno, y ante el que incluso el gobernador del Banco de España, con su estimación de tasas de PIB positivas ya en el trimestre que viene, parece un cenizo.