Un ataque al corazón terminó con el intérprete que se ganó a pulso el reconocimiento de la crítica y del público, de sus propios compañeros y de todos aquellos que, en lo que respecta al atractivo mundo de la mafia, pensaron que después de “El Padrino” no habría nada más. Ahí estaba David Chase para llevarles la contraria y Gandolfini para darle vida, con sus ojos tristes y su amplia, pero a veces temible, sonrisa, su puro interminable, sus visitas a la nevera y sus patos. Hablando en serio, el actor nacido en Nueva Jersey supo llevar a la pantalla durante seis temporadas a una de las personalidades más complejas de la televisión contemporánea, un hombre que luchaba consigo mismo y contra su naturaleza, preocupado por la mortalidad y el paso del tiempo mientras no dudaba en acabar con aquello que le molestaba. Mi querido Tony Soprano.
Para aquellos a los que parece molestarles que algunos osemos atribuirle a Gandolfini buena parte de la grandeza de The Sopranos, quiero recordar las palabras del propio Chase, que como recoge Alan Sepinwall en su libro, y aquí, reconoció que “Tony no estaba formado hasta que Gandolfini fue elegido para el papel”. Los tres Emmys que certificaron su magnífico trabajo no fueron más importantes para la industria y para sus próximos proyectos que el alcance que tuvo la serie de HBO. A pesar de que comenzó a trabajar en la industria del cine a finales de los ochenta, Galdolfini necesitó a The Sopranos para convertirse en una cara conocida y reconocida, por culpa de su papel de mafioso sinvergüenza y violento que no podías odiar ni tampoco dejar de querer. Alguien que hoy, tantos años después, podemos decir sin miedo a equivocarnos, que fue el abuelo televisivo de seres tan únicos como son, Don Draper o Walter White, esos hombres que, a su imagen y semejanza, conjugan su simplicidad con sus peores miserias como pocos han sabido hacer.