Madrid |
Dentro de poco lo vamos a ver en chándal. O nos lo vamos a encontrar haciéndose selfies y grabando memes. Se supone que quiere acercarse a la sociedad, pero no parece entender que el papa más cercano es aquel que más lejos está.
Nos lo enseña el caso de la reina Isabel II, cabeza visible, añado, de la Iglesia anglicana. Se le idolatra no porque sea una más, sino porque representa la excepción jerárquica. Más boato le acompaña, más la quieren sus compatriotas y feligreses.
Jorge Mario en cambio ha decidido hacer un pontificado de pantuflas y vecindad. Papulismo, o sea, el populismo papal, tal como demuestra este pasaje de la videollamada.
Se ha trivializado de tal manera que lo vamos a terminar identificando con un párroco. Y no tengo nada contra los párrocos. Me refiero a que un líder espiritual está obligado a sugestionar a la feligresía, inducirla desde la dramaturgia, concederse una posición sobrenatural.
Lo dirá más claro: el Papa ni siquiera tiene que creer en Dios. Tiene que conseguir que los fieles crean.
Y dudo que vaya a conseguirlo con la precariedad de una videoconferencia. Y con todas las obviedades que le dijo a Évole. Parecía el discurso de Felipe VI.
No me gusta Jorge Mario. Y no es que prefiera a Benedicto XVI, como suele oponerse. Prefiero a los papas de ficción que ha construido Sorrentino desde el misterio y desde la estética: Jude Law y John Malkovich, o sea, Pío XIII y Juan Pablo III.