Puede que los autores iconoclastas de entonces fueran expuestos hoy al acoso de la censura y del moralismo. Flaubert no podría escribir Madame Bovary, desde luego. Todas las conquistas de las libertades están sirviendo para coartarlas.
Y ha ocurrido en Florencia con Carmen. El tipo que ha llevado a escena la ópera, Leo Moscato, que no es un perro ni es un gato, ni es un lobo muy sensato, ha decidido salvarla de su ejecutor. Y le ha dado una pistola y la ha convertido en verdugo justiciero.
Se supone que es una llamada de atención al feminicidio, pero la iniciativa, amén de osada y de arbitraria, se antoja un disparate. No sólo por esta idea absurda de salvar a Carmen convirtiéndola en homicida, sino porque el final extremo y original de la obra pretendía sacudir las conciencias de aquella sociedad. Y la de esta, en la propia vigencia del mito.
El verdadero escándalo es que Muscato ha despojado a Carmen de su dimensión escandalosa. La cigarrera andaluza es un pájaro rebelde -así se define- que vuela entre el erotismo y la muerte. Y que no acepta restricciones a la libertad, poniendo en juego su vida.
Si hubiera de etiquetarse, Carmen es una obra precursora del feminismo, como Karenina, como Bovary. Resucitarlas de sus trágicos finales o convertirlas en vengadoras no hace sino sustraerlas al espacio de reflexión, conmoción y catarsis que representan.
Señor Muscato, si quiere hacer un alegato sobre el feminicidio, escríbalo usted. Ejerza usted el buenismo, la pedagogia. Póngase a merced del público infantilizado. Y deje a Carmen morir en paz, porque nada más caer el telón resulta que resucita.