Madrid |
Los casos son distintos. Muy diferentes. Pero no las mecánicas justicieras que se le han aplicado a ambos. Por un lado se les declara culpables de libertinaje. Por otro lado se les apremia a un proceso mediático-social del que no pueden escaparse. Y en último término se queman sus obras. O sea, se les despoja de su condición de artistas.
Plácido Domingo ha renunciado a cantar en el Metropolitan de Nueva York -qué sería del Met sin Domingo-, y ha dimitido de la ópera de Los Ángeles no por miedo a la injusticia, sino por medida preventiva contra un boicot que proviene unas denuncias de abusos ni probadas ni contrastadas.
Y a Woody Allen se le ha extirpado de las salas estadounidenses. Su última película, Día lluvioso Nueva York, no podrá verse en Nueva York pese al predicado del título o pese a la relación inextricable entre Allen y Manhattan.
De hecho, los neoyorquinos deberán salir de EEUU para poder aplaudirla o rechazarla. Igual que los demás compatriotas. O sea, que a Allen y a Domingo no solo se les condena preventivamente. Se convierten ambos en encarnación del mal y en objetivo de la censura moralista y puritana.
Domingo ha asimilado que no volverá a cantar en Estados Unidos. Y Woody Allen nunca podrá reconocerse en una sala de Brooklyn o del Village. La paradoja de esta persecución es evidente. Pretendiendo hacerle daño a los dos, son la sociedad americana y la libertad de expresión las que sufren el escarmiento del oscurantismo. Y son las sociedades europeas, las garantistas, las que acuden a redimirlos.