Traigo que se nos ha muerto Fernando Sánchez Dragó en su casa de campo en Soria a los 86 años. Un paro cardíaco, que es como se muere todo el mundo.
Hace un tiempo, sacó del baúl una foto de 1975 en la que aparecía en un encierro de Soria. En una mano, llevaba la propia camisa que acababa de quitarse y que agitaba hacia la cara del toro. En la otra, agarraba una bota de vino. “Nano, tú siempre corriendo delante del toro de la vida”, le decía su madre. El paraíso de Dragó debe parecerse bastante a esa foto suya toreando a pecho descubierto un torazo en los montes de Soria, en una mano la propia camisa y, en la otra, una bota de vino.
Fernando admitió que envejecer era un arte que no estaba a su alcance. Pedía una vejez de mecedora y cabeza perdida, silencio, calma y rutina, lo destino concede a casi todos menos a él.
Un día en que toreaba José Tomás me encontré a Fernando en una terraza y me contó que a JT le atravesaban los toros el cuerpo sin tocarlo, sin dañarlo, como la luz atraviesa las manos de la ‘Inmaculada’ de Murillo. Hasta ayer, a Fernando lo traspasaba el tiempo que es el toro, sin tocarlo.
A sus 86, tenía un hijo de diez, una novia de treinta, un trabajo de doce horas y juraba que le funcionaba la cabeza y el pito. Tareas impropias de un hombre de su edad que acometía en condiciones insultantes, pero media España, acostumbrada a decirle a la gente lo que debe ser, se empeñaba en que Dragó fuera un viejo. Nunca lo lograron.