A juzgar por lo dicho por grandes líderes estos días, debo ser un superviviente del pleistoceno, porque no concibo a mi nación gallega sin sus cuatro provincias. No es lo mismo ser de la provincia de Lugo que ser de la de Pontevedra, y que me perdone el señor Rajoy, y el acento andaluz de Sevilla no es el mismo que el de Málaga o Jaén.
Es cierto que fuiste un invento de Javier de Burgos hace casi dos siglos, pero también lo es que echaste raíces. Siempre hubo gente de la capital y gente de provincias, normalmente maquetos, charnegos o paletos y a mucha honra.
Fuiste, en opinión de Ortega, un organismo intermedio entre el municipio, demasiado pequeño, y el Estado, demasiado grande. Las leyes te hicieron circunscripción electoral. Ahora sirves para saber dónde está la España vacía. Y hasta tuviste poetas como el que dejó este conjuro: “¡Ay de aquel que no tiene tierra provinciana!”. Y de pronto, provincia mía, es como si te hubieras convertido en ilegal.
El presidente te puso en el Plan Sánchez como unidad de medida para la “Nueva Normalidad” y es como si hubiera cometido un sacrilegio. Siete comunidades autónomas, siete, se rebelaron. Vales para tener diputaciones y subdelegados del gobierno y delegaciones de Hacienda y delegados de cada consejería. Pero no vales, ay, para llevar las cuentas del coronavirus.
En Cataluña te consideran una ofensa a sus instituciones. En el País Vasco, símbolo del centralismo. Y en Galicia, Feijoo sacó de la manga las áreas sanitarias, a su juicio más representativas y eficaces que tú.
De esta te entierran, provincia. De esta te mandan al trastero. O te dejarán ahí, porque estás en la Constitución, pero serás otro jarrón chino, que la España política está plagada de jarrones chinos.
Este escribidor se resiste a sacar su pañuelo de despedida porque siempre será de la provincia de Lugo. Y que me perdonen los mandamases, pero si te suprimen, provincia, que digan por qué. Y, aunque seas víctima del coronavirus, que te hagan un entierro de dignidad.