Sin capataces, sin cofrades, sin penitentes, sin costaleros, sin nazarenos, sin damas de tronío y mantilla, sin esas obras de arte, sin esa explosión mágica de luto y de color, sin olor a cera, sin la Legión con el Cristo de Mena, sin los santos articulados en mi Viveiro del alma.
La Semana Santa del silencio. La Semana Santa del confinamiento. Y creo que la Semana Santa de lágrimas en los lugares donde se llora cuando no puede salir una procesión. En esa lista estáis todos: la Sevilla desbordada de gentío, la Zamora de las acuarelas de Paco Somoza, la Castilla de los tesoros escondidos, el Levante donde el turismo se mezcla con los rosarios, el norte de las intimidades, el León de Genarín, la aldea donde al menos hay un monumento, los pequeños pueblos de la España vaciada, que no hay pueblo ni ciudad en este país que no tenga la Semana Santa entre sus atractivos turísticos.
Y este año, el silencio. Lo que nos queda de fe, o de tradición, o de costumbre, que ya no sé distinguir, y se expresa masivamente estos días, borrado por orden gubernativa. Prohibido en nombre de los contagios y la salud.
¡Quién nos lo iba a decir! Cuando se suspendió el Mobile de Barcelona, pensábamos que no se atreverían con las fiestas populares. Cuando se suspendieron las Fallas, creíamos no habría redaños para prohibir la Semana Santa. Cuando vimos levantarse las gradas en los lugares de las grandes procesiones, pensamos que de alguna forma se celebrarían.
Y ahora, los tambores de Calanda y de Hellín sonaron desde los balcones, las saetas se cantaron sin gente por la calle ni Virgen ni Crucificado que las escucharan.
Yo te saludo, España sin Semana Santa. Te saludo cuando acaba el Viernes Santo y pareces otra España: la España cambiada por un golpe de virus; la que entierra a sus muertos sin una palmada en el féretro y no entierra a Jesús para que pueda resucitar. He dicho que pareces otra España. No es verdad: eres otra España.