“El mundo está entrando en la era del caos”. Así de contundente y dramático se mostraba la semana pasada el secretario general de la ONU, António Guterres, que no es un indocumentado alarmista precisamente. Y lo cierto es que da igual el prisma desde el que se enfoque esta afirmación, tanto a nivel mundial, como a nivel europeo, como a nivel de España, como a nivel provincial. La sensación es que vamos hacia el caos. Y, la verdad, es que lo que pasa a nivel global nos influye, y mucho. Pero es un terreno en el que desde la provincia de Castellón no podemos hacer absolutamente nada. Pero sí que me preocupa especialmente lo que pasa a nivel provincial, porque sí que tenemos armas para obligar a qué se cambien algunas cosas, por el bien de todos.
Y no se trata simplemente, que ya es bastante, de las movilizaciones de los agricultores, el respaldo incipiente de los transportistas o las últimas paradas también por parte de los pescadores. Porque lo cierto es que, salvo el sector servicios, que va viento en popa gracias a nuestro afán consumista, que no tiene límite a pesar del aumento desbocado de los precios, el sector primario y el industrial se encuentran bajo mínimos y con una alarmante tendencia a empeorar.
Y mira que nos parecía que era difícil que nuestra economía pudiese empeorar mucho más, después de los cierres, ERTEs y despidos en la industria cerámica y otros sectores vinculados directa e indirectamente a nuestro azulejo. Pero el campo ha dicho basta después de muchos años, incluso décadas, agonizando sin que nadie haya asumido la responsabilidad de guiar e incentivar una transición hacia modelos más productivos, rentables y que aporten mayor valor añadido a la calidad de nuestros productos, que pese a ser evidente, no garantiza para nada buenos precios, al menos en el campo.
Y, ante esta tesitura de falta de rentabilidad mientras no se garanticen unos precios mínimos en el campo que compensen los costes de producción, los agricultores se encuentran con una burocracia, unas exigencias medioambientales, una legislación sanitaria y unas importaciones de productores de otros países a los que la Unión Europea y el Gobierno español les permiten saltarse estos controles, hasta el punto de que aquí se encuentran en inferioridad debido a esta competencia desleal.
Empecemos por eso último, porque me parece una cagada supina que, como mínimo, no exijamos que los productos que importamos de otros países deban cumplir las mismas exigencias que deben cumplir los que se producen en España. ¡Qué mínimo que exigir reciprocidad! Tan simple como eso. Sigamos por las trabas burocráticas que sufren nuestros agricultores y ganaderos. Si ya son difíciles de cumplir para personas y empresas habituadas a trabajar con la Administración Pública, qué decir de profesionales del campo, que apenas tienen ingresos suficientes para mantener a su familia. ¡Cómo para tener que andar contratando abogados y gestores que les ayuden con tanto papeleo!
Y finalicemos por el precio que les pagan por sus productos los grandes distribuidores agroalimentarios. No sé que es más ridículo y doloroso, que apenas reciban por sus cítricos el 10% del precio de venta en los lineales de los supermercados, o que les paguen 20 céntimos por cada kilo y luego les cobren 15 céntimos por cada bolsa de plástico que compran en el super.
Es curioso que la mayoría de los productos agropecuarios hayan visto disparados sus precios en las tiendas y que los productores primarios no se hayan enterado de esta inflación salvaje a la hora de contabilizar sus ingresos. Debería regularse por ley la prohibición de las ventas a pérdidas y fijar unos precios mínimos de compra en el campo.
Pero si nadie ha sido capaz de obligar a las administraciones superiores, especialmente al Gobierno, a tomarse en serio la crisis de nuestra cerámica, no confío demasiado en que ahora vaya a ser diferente, aunque todos sepamos que querer es poder.
De todas formas, no hagan mucho caso… que es solo mi opinión.