Traigo que cae la noche sobre el día dos del Estado de alarma. La tormenta contornea las siluetas de los bloques en parpadeos de luz blanca.
Las farolas visten las calles de soledad naranja. Los perros del vecindario ladran preguntas que nadie entiende. Un tipo mira por la ventana. Acaso sea heroico, despreocupado, iracundo, divertido, maniático, generoso, asustado, divertido, infiel, leal, traidor o mezquino... Tal vez sea un santo.
Entonces, ese tipo mira por la ventana a otro tipo que también mira por la ventana y se pregunta si él siente la misma congoja por el futuro que ahora mismo él siente.
Si también se pregunta por el qué va a ser de las niñas o qué será lo que vendrá después cuando la gente empiece a sufrir. Quizás también haya cocinado una tarta, haya hablado con su pareja o acaso se sienta tremendamente solo.
Y así, en la oscuridad, en el vacío y en la distancia, ese tipo y otro se miran casi a tientas y piensan: ¿Qué estará pensando el otro? ¿Qué necesitará el otro? Sencillamente piensan en el otro, en el salón del otro, en el hijo del otro, en el sueldo del otro y así, extraña lejana y súbitamente, se siente el otro.
Esta España mía de un metro de distancia, mascarilla, traje EPI y de cristal no se puede tocar, y sin embargo se mira, se oye, se imagina y se concibe. Qué raro es este distanciamiento social. ¿Sabéis? Nunca hemos estado tan cerca.