Se marchó de esa “gran ciudad” que nada le había aportado y empezó una ruta desde Sichuan, al sureste de China, que le llevó caminando hasta Tibet, Gansu o Yunnan. Y así pasó 15 años, reencontrándose con la naturaleza, con montes, ríos, animales de toda clase y con las tradiciones de la etnia a la que un día perteneció.
“Por explicarlo de manera fácil, me puse a caminar porque me aburría, con la civilización empezamos a construir ciudades, pero el desarrollo ha llegado tan rápido que hemos olvidado nuestros orígenes”.
Finalmente llegó a la provincia de Guizhou, su lugar de nacimiento, y a su pueblo Miao. Y vio que su madre y a sus tías todavía teñían las telas que después cosían. Y decidió unirse a esa tarea.
“Esta flor podría usarse como rojo; este azul se parece al cielo, y este se acerca a un tono azul-violeta”, dice Han Shan, mientras recoge la materia prima que después utilizará en su taller cargándola en un cesto de madera que lleva en su espalda. Cree que cada planta tiene un alma. Y las utiliza para teñir ropa. Eligió volver a los orígenes, convertirse en un simple artesano y dedicarse a eso.
“Para nosotros lo que hacemos es significado de vida”… Considera alarmante el hecho de que el materialismo se haya convertido en el centro de todas las cosas y que las relaciones humanas hayan pasado a un segundo plano. Por ello, cree que volver al contacto con las cosas sencillas es lo más natural.