En Palma, cuaderno de arena, de sombrilla, de crema solar y de cubito de playa. Por el paseo de la Bahía va Javier Caraballo como el batería de un grupo estrella del rock de sí mismo. Hay veces en que el mundo se muestra así, no sé cómo decirlo, el mundo a veces se muestra favorable y hay que aprovecharlo.
Hay días que son un noviembre lluvioso, ya sabes, días para pararse ante las tiendas de ataúdes y días como este, días cometa, días de velas en el horizonte y de toalla al hombro. Hoy me quiero acordar de aquellos días de soledad y de tristeza cuando rondaban las rotondas los coches de muertos como tiburones negros y solitarios. Decían que viajábamos demasiado, que salíamos demasiado, que vivíamos demasiado y que por osar ser felices nos había venido la plaga, y aquí estamos. Todo no será nuestra culpa.
Hoy quiero dejar de lado la corte y sus miserias y a los enviados del miedo. Hoy me quiero acordar de los anunciadores del fin del mundo en este santuario y los voy a recordar en la terminal de llegadas del Aeropuerto de Palma, paraíso como de Jacopo Robusti Tintoretto (Venecia, 1518) pero con chancletas y pantalones cortos y niños con maleta, milagro turístico al que llego rendido a las magias esperanzadas del verano. Porque aquel hongo nuclear del horizonte que se eleva en el horizonte se llama septiembre que siempre está hecho de ausencias, pero mata más la tristeza que la ola de calor.
Llegará el fin del mundo, pero todavía no.
