Siempre he pensado que la educación que recibimos con respecto a los 8 siglos árabes fue escasa, al menos en mi generación. 800 años de corrido en los textos de sociales para enseguida arrellanarnos con El Cid, Don Pelayo y las lágrimas de Boabdil en Granada.
Es innegable el enraizado cristiano de nuestra sociedad, pero lo es también el legado de Al-Andalus, de sus científicos, de sus médicos, de sus arquitectos. No conocer la dimensión de nuestra historia nos hace un poco más ignorantes y en el caldo del desconocimiento es más fácil que flote la intolerancia y el odio.
El sacristán Diego era la bondad y el cariño hecho rostro. Los vecinos y amigos lo proclaman con fe de la que pesa. Su asesinato es producto de la enajenación y la ceguera de un fanático que dice creer, aunque todos sabemos que no hay deidad demoniaca e inmisericorde.
El yihadismo salvaje es una amenaza para este mundo. Para los que desean convivir con respeto y paz. Incluidos esos árabes silentes que agachan la cabeza en señal de repudio ante la barbarie de alguien que dice ser de los suyos.
Amigos, levántenla. Ayuden a señalar al que malinterpreta sus creencias, al que las retuerce, al que las ensangrenta. Acallen al falso profeta, al imán del odio. Vacíen mezquitas donde campe la maldad y la venganza. Ustedes han de liderar esa cruzada porque vosotros sois los primeros salpicados. En ello no estáis solos. La mano tendida y el corazón abierto. Como a Diego le gustaba. Como Diego siempre hacía.