Tú fíjate la frase con la que Félix Bolaños recibió la cartera del ministerio de la Presidencia. Es todo un alarde de maldad: «Estas cosas ni se piden ni se rechazan». Ni se piden, ni se rechazan, o sea que no hay escapatoria. Sea cual sea la versión que prevalezca, Iván Redondo obró mal, porque si pidió el ministerio, malo, y si lo rechazó también.
«Vive el que vence», que decía Ferlosio. O «Ay de los vencidos» que decía aquel galo al que recuerda hoy Zarzalejos. Lo que media entre la foto de familia de la bienvenida a Bolaños y el adiós de Ábalos es el poder en su versión más pordiosera. La del cesante es una condición contagiosa y conviene no acercarse y dejarle que salga del foco en soledad.
La gran escabechina se vende como una catarsis purificadora pero ¿cómo el presidente puede impugnar a todo un gobierno sin impugnarse a sí mismo? Iván Redondo parecía un primer ministro, a su cargo tuvo a 200 personas y llevó a la Moncloa una concepción del poder -concentrado, unipersonal, efectista- difícilmente compatible con la institucionalidad democrática. Pero Iván Redondo careció siempre de la palanca ejecutiva. Se le podrá culpar de la deliberación pero la decisión final siempre fue del presidente. De ahí que sea arriesgado querer culminar el cese con la vejación, como ahora se pretende.
Concluyo con una reflexión sobre el poder. Qué deprimente es, ¿no? Uno arrastra su crédito por un aeropuerto de madrugada, como José Luis Ábalos, o, como Juan Carlos Campo, vende su alma jurista defendiendo un asalto del legislativo al poder judicial y… un largo olvido. Bueno o no. Yo por si acaso no añadiría más humillación a la derrota.