Ahora esos dioses llamados Casado, Rivera y todos los demás en distinta proporción premian a los nuevos en nombre de la sagrada renovación. No importa que no sean militantes ni tengan méritos acumulados. Importa que le caigan bien al jefe.
Es toda una crisis silenciosa de las fuerzas políticas en presencia. Es, quizá, la confesión del hastío de toda una clase política que dio de sí todo lo que tenía que dar. Es acudir a la sociedad civil en busca de otras caras, aunque sea pagando el precio de un cierto folklorismo de eficacia no demostrada. Y es la seducción de personas que tienen criterio, pero no han tenido acomodo partidario.
¿Efectos? Primero, la novedad: toreros y otros famosos en el debate parlamentario no son un espectáculo frecuente, siempre que les dejen hablar.
Y segundo, la evidencia: se van a cambiar las lealtades. Hasta ahora eran al partido. Desde ahora serán al jefe, a quien se debe la designación y se deberá el aplauso y la sumisión.
Cabreo de los apartados, porque esas no son formas de tratar a los fieles, jefes engrandecidos y quizá endiosados, y mucha, casi infinita, lealtad personal. Ese es el horizonte que alcanzo a contemplar. Todo lo demás está por ver.