Siempre he sido muy fan de esta compañía. Y me ha gustado mucho esta idea de viajar a destinos absurdos por precios irrisorios, aunque la letra pequeña de Ryanair era más grande que la letra grande. Que si el equipaje de mano. Que si el asiento. Que si la mascota y el niño. Y que si el chaleco salvavidas. Me parece que también te lo cobran a título póstumo.
Y esa incertidumbre de volar con poco combustible. Siempre se dijo que la puntualidad de Ryanair obedecía a la psicosis de los aterrizajes forzosos. Un componente de aventura que se añadía al trauma de viajar en asientos minúsculos. Y al maltrato general, no de las azafatas, torturadas ellas también con salarios precarios y vestuarios exhumados del telón de acero.
¿Y los pilotos? Tengo entendido que se les hace volar de manera estajanovista. Se les coloca en la cabina con los párpados abiertos, como le ocurre a Alex en la Naranja Mecánica.
No estoy criticando a Ryanair. Estoy acotando las razones del éxito. Los precios es una. Más baratos resultan algunos vuelos que el taxi del aeropuerto, sobre todo si sacas los billetes con 15 años de antelación.
Y la otra razón del éxito, acaso la más importante, es el sadomasoquismo. Compañía y usuarios han firmado un pacto de maltrato ejercido y aceptado. Volar en Ryanair es una parafllia. Una experiencia que entremezcla el placer de viajar con el dolor de la humillación. Por eso lo que no vale es dejarnos en tierra.