Somos tres millones de autónomos, tres millones víctimas en primer lugar de un trágico equívoco semántico. Autónomo, autonomía, sobrentiende autosuficiencia, soberanía, emancipación, pero las evidencias de esta yincana de supervivencia en el trabajo por cuenta propia nos identifica bastante mejor en la categoría de los náufragos, los estilitas, los desamparados. No somos tanto autónomos como autómatas.
Porque el autónomo en España no enferma. Ni se lo puede permitir. El autónomo en España no puede declararse en huelga porque la huelga se la declara a sí mismo. El autónomo en España es un burócrata rodeado de las propias facturas. Hasta el extremo de que su existencia no tiene estaciones, de la primavera al invierno, como ocurre con los congéneres, sino vínculos trimestrales -enero, abril, julio, octubre- con el monstruo de Hacienda.
Y Hacienda, el monstruo, nos ha convertido en abnegados recaudadores sin remuneración ni reconocimiento. Somos pasantes de IVA. Liquidamos al Estado un dinero que, de acuerdo, no es exactamente nuestro, pero que apoquinamos a título preventivo antes de haber cobrado incluso la factura. Y puede ocurrir -y suele- que la factura no la cobremos nunca.
Hay autónomos que abonan más dinero por el alta en la seguridad social que el del dinero que facturan, así es que el escándalo recurrente que produce la recurrente economía sumergida debería tener en cuenta el hábitat tan nefasto que el Estado ha creado en estas última décadas.
Y que empieza a remediarse con la impostura de las sirenas porque se avecinan los pequeños y los grandes comicios, de forma que el autónomo reaparece en el interés político con su inocencia de cobaya electoral. Tres millones de votantes que podrían decidir la victoria de unas generales y que serán cortejados con almíbar y embustes. Seremos autónomos, vale, pero no necesariamente idiotas.